Por Cristina Gálvez

Cristina Gálvez Martos nació en Caracas. Es Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Ha publicado los poemarios Psicopompa (Monte Ávila Editores, 2015) y Bicorne (Casa de las Letras Andrés Bello, 2016). Se ha desempeñado como tallerista literaria. Sus textos han sido incluidos en diversas antologías poéticas editadas en Venezuela, Puerto Rico, Argentina, Reino Unido e Italia. Actualmente reside en Montevideo, Uruguay, donde cursa un Diplomado en Gestión Cultural.

‘La importancia de vivir’ de Lin Yutang

‘La importancia de vivir’ desarrolla una filosofía de la simplicidad. Lin Yutang nos ofrece la sustancia del pensamiento chino, una que sirve a la vida y que por ello no es conocimiento sino sabiduría. Ir pasando las páginas se asemeja a una distendida conversación que nos recuerda buscar lo afable en cada acto, incluido el de leer.

‘Opus Nigrum’ de Marguerite Yourcenar

‘Opus Nigrum’, ambientada en la Europa del siglo XVI, narra la historia de Zenón, personaje inspirado en figuras como Da Vinci o Paracelso. Médico, estudioso de la alquimia, del cuerpo humano y de la naturaleza, el protagonista de la obra escudriña la sustancia de la vida en una época en la cual la ignorancia es victimaria de la sabiduría.

‘Ada o el ardor’ de Vladimir Nabokov

Posterior a ‘Lolita’ y a ‘Pálido Fuego’, fue la obra más extensa de Nabokov y también, probablemente, la más compleja. Su título original es ‘Ada or Ardor: a Family Chronicle’, y relata el amor incestuoso entre Ada y Van, hermanos que inicialmente ignoran su parentesco real, y que comienzan sus primeras exploraciones sexuales siendo poco más que niños.

‘Moby Dick’ de Herman Melville

¿Sobre qué trata ‘Moby Dick’? Sobre un barco ballenero y su capitán delirante, sediento de dar muerte a ese imponente monstruo que es la ballena blanca. Esa sería la respuesta más sencilla. No obstante, bajo el conocido argumento de esta novela, accedemos otras profundidades.

‘Historia perversa del corazón humano’ de Milad Doueihi

‘Historia perversa del corazón humano’ reflexiona sobre diversas referencias literarias -desde la Grecia Antigua hasta la Edad Media y el misticismo cristiano- en las cuales el corazón, como centro de las pasiones humanas, está asociado a la transgresión y al tabú. El autor se adentra en el significado profundo de las escenas relatadas y devela un importante contenido simbólico que subyace en nuestras culturas y sociedades.

‘Lolita’ de Vladimir Nabokov

Lolita es un clásico de la literatura del siglo XX, una obra transgresora para su época que suscitó una gran polémica. ¿Pero no son de una invaluable cualidad estética muchos textos que exhiben la perversión humana?

La belleza y el horror

Lolita no es realmente la historia de Lolita –Dolores Haze, esa niña de doce años de la campiña de Nueva Inglaterra, desenfadada y algo grosera-, sino la historia de Humbert Humbert, de su enfermedad y de su pasión, que al fin y al cabo son la misma cosa: ningún término se aplica mejor que la palabra griega pathos, que abarca semánticamente la emocionalidad, las inclinaciones y el padecimiento, para describir la posesión bajo la cual se encuentra el narrador y protagonista de la historia. Así, desde el principio del libro nos encontramos, sin más preámbulos, con ese amor tortuoso:

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.

Era, Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola en pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.

Muchos han calificado la novela, por sobre cualquier consideración moral, como una historia de amor, y sí que puede parecerlo en determinados momentos, sí que puede llegar a serlo en algunos capítulos, si no se tratara de una historia de abuso. Algo que puede resultar perturbador durante la lectura –además de algunas descripciones que, siempre con un uso maravilloso de la palabra y sin llegar nunca a lo grotesco, rayan en lo explícito-, es el hecho de llegar a comprender a Humbert ocasionalmente, de arder con él, de ser partícipes de su ilusorio mundo en el cual Lolita es su más grande amor, de embriagarnos de una belleza mortífera que va de la mano con la fealdad. Vemos a Lolita a través de sus ojos, con impolutas medias blancas, con un vestido color rosa, con la piel dorada por el sol, y es una operación mágica en la que casi olvidamos la capacidad del arte de trastocar aquello que, en la prosaica realidad, sería horrible.

¿Acaso no son de una invaluable cualidad estética muchos textos que exhiben la perversión humana? Lo condenable y lo grotesco también son vehículos del arte: podríamos citar como ejemplos –escasos en un mar de posibles referencias- Los cantos de Maldoror, de Isidore Ducasse; el sangriento Drácula de Bram Stoker o cualquiera de las torcidas historias de Sade. En Lolita encontramos fragmentos realmente perturbadores pero escritos de forma fascinante. En ocasiones, el narrador de la novela puede exponer los hechos de una forma tan bella que la gracia de las palabras logra colarse en la propia historia. Así, la belleza trasciende la forma y es capaz de transformar el contenido:

Lo usaba esa mañana un bonito vestido estampado que ya le había visto una vez, con falda amplia, talle ajustado, mangas cortas y de color rosa, realzado por un rosa más intenso. Para completar la armonía de colores, se había pintado los labios y llevaba en las manos ahuecadas una hermosa, trivial, edénica manzana roja. Pero no estaba calzada para ir a la iglesia. Y su blanco bolso dominical había quedado olvidado junto al fonógrafo.

El corazón me latió como un tambor en un sueño cuando Lo se sentó, ahuecando la fresca falda, sumergiéndose, a mi lado, en el sofá, y empezó a jugar con la fruta brillante. La arrojó al aire lleno de puntos luminosos, la atrapó y oí el ruido como de ventosa que hizo en su mano. Humbert Humbert arrebató la manzana.

“Dámela”, suplicó, mostrando las palmas de mármol. Tendí la deliciosa fruta. Lolita la tomó y la mordió. Mi corazón fue como nieve bajo esa piel carmesí, y con una ligereza de mono, típica de esa nínfula norteamericana, arrancó de mis distraídas manos la revista que yo había abierto (lástima que ninguna película haya registrado el extraño dibujo, la trabazón monográfica de nuestros movimientos simultáneos o sobrepuestos) (…)

El sombrío Humbert

Humbert Humbert es consciente de su propia abyección, reconoce su enfermedad. Durante toda la novela, se refiere a sí mismo en tercera persona, usando ese seudónimo de su invención, que retrata su ridiculez y torpeza, pero que también denota, de alguna manera –tal vez sea la sonoridad, o el hecho de provocar alguna asociación inconsciente-, su mentalidad perturbada, la premeditación retorcida con la que procede. Todo en él es una máscara. Crea de sí mismo una caricatura oscura y patética, reconociéndose en las anotaciones de su diario como “Humbert el Ronco”, “Humbert, la Araña Herida”, “Humbert el Humilde”, “el anteojudo y encorvado Herr Humbert”, “Humbert el canalla” o “Humbert el íncubo”, entre otros.

El apelativo que el protagonista se da a sí mismo recuerda a Humpty Dumpty, personaje de una rima popular inglesa de carácter anónimo, que mediante un juego de palabras plantea una adivinanza para niños. Según la rima, que cuenta con unos pocos versos, Humpty Dumpty -un huevo con forma antropomórfica-, se encuentra sentado sobre un muro, del cual se cae para hacerse pedazos. ¿Tal vez una metáfora de cómo la obsesión de H.H. lo lleva a su propia destrucción?

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‘La poética del espacio’ de Gastón Bachelard

La poética del espacio es un libro sobre filosofía de la poesía; pero también es, en sí mismo, una obra poética. Bachelard pretende observar el surgimiento de las imágenes en la psique, estudiar la imaginación como un proceso del alma que no puede ser analizado desde el pensamiento estrictamente racional.

¿Cómo describir La poética del espacio? Podríamos comenzar diciendo que es un libro al cual es recomendable acercarnos sin preconceptos. Si esperamos una estricta delimitación teórica o un texto filosófico sistemático, habremos acudido al lugar incorrecto (no obstante, incluso así, es muy posible que quedemos gratamente sorprendidos con la lectura). Desde la Introducción, se nos advierte de esta condición:

Un filósofo que ha formado todo su pensamiento adhiriéndose a los temas fundamentales de la filosofía de las ciencias (…) debe olvidar su saber, romper con todos sus hábitos de investigación filosófica si quiere estudiar los problemas planteados por la imaginación poética. Aquí, el culto al pasado no cuenta, el largo esfuerzo de los enlaces y las construcciones de los pensamientos, el esfuerzo de meses y años resulta ineficaz. Hay que estar en el presente, en el presente de la imagen: si hay una filosofía de la poesía, esta filosofía debe nacer y renacer con el motivo de un verso dominante, en adhesión total a una imagen aislada, y precisamente en el éxtasis mismo de la novedad de la imagen. La imagen poética es un resaltar súbito del psiquismo.

La poética del espacio es un libro sobre filosofía de la poesía; pero también es, en sí mismo, una obra poética. Se trata de una exposición que gira en torno a lo que el autor denomina «fenomenología de la imaginación», término que, no obstante su insistencia en apartarse de conceptualizaciones, define como:

Un estudio del fenómeno de la imagen poética cuando la imagen surge en la conciencia como un producto directo del corazón, del alma, del ser del hombre captado en su actualidad.

Lo que pretende Bachelard es observar el surgimiento de las imágenes en la psique, estudiar la imaginación como un proceso del alma, que no puede ser analizado porque es independiente del pensamiento estrictamente racional. Las imágenes y sus resonancias despiertan y operan en nosotros casi de forma independiente, son manifestación de un onirismo profundo que tiene vida propia; se trata de un proceso que tampoco podrá ser totalmente descrito, a no ser mediante las imágenes mismas –por ser estas, también, inabarcables–.

Bachelard –no puede dejar de hacerlo– busca enmarcar sus reflexiones en la fenomenología como escuela filosófica. Pero, lo repetimos una vez más, también pretende ir más allá de la misma, «retar» ese saber con el «no–saber» innato de la imagen como fenómeno de la psique humana. Simplemente esboza, al comienzo del libro, de forma breve pero a la vez clara, de qué trata el estudio de la fenomenología, para luego entregarse a las «imágenes del espacio feliz», a las imágenes sencillas –pero profundas– asociadas a «los espacios amados». Bachlerd estudia estos «cuerpos de imágenes» por capítulos divididos de la siguiente manera:

I. La casa. Del sótano a la buhardilla. El sentido de la choza
II. Casa y universo
III. El cajón, los cofres y los armarios
IV. El nido
V. La concha
VI. Los rincones
VII. La miniatura
VIII. La inmensidad íntima
IX. La dialéctica de lo de dentro y de lo de fuera
X. La fenomenología de lo redondo

Son capítulos que nos invitan a soñar –mejor dicho, a ensoñar–. Este recorrido por los espacios está definido de forma totalmente aleatoria, mediante una subjetividad poética. Sólo queda ofrecer nuestra disposición receptiva a estas imágenes y a la observación de nuestro ser a través de ellas.

La casa y el ensueño de la memoria

Para Bachelard, los «soñadores de casas» son aquellos que recrean imágenes de ese primer lugar que habitamos en el mundo y quienes lo presentan a través de la escritura poética –la cual no necesariamente se enmarca dentro del género de la poesía, sino que puede trascender a cualquier tipo de texto–. Pero también es un «soñador de casas» el lector que imagina activamente estos espacios y, más aún, todo el que se ha detenido en las imágenes de lo habitado y de lo habitable, a través del ejercicio creador de la evocación. En este sentido, todos somos soñadores de casas: todos alguna vez descubrimos sus rincones, sus olores, sus pequeños secretos, y al rememorarlos les conferimos una vida nueva, mucho más rica.

El autor expone en ese primer capítulo que aborda las imágenes de la intimidad doméstica:

La casa (…) nos permitirá evocar, en el curso de este libro, fulgores de ensoñación que iluminan la síntesis de lo inmemorial y del recuerdo. En esta región lejana, memoria e imaginación no permiten que se las disocie. Una y otra trabajan en su profundización mutua. Una y otra constituyen, en el orden de los valores, una comunidad del recuerdo y de la imagen.

Y no sólo se trata de la casa primera, de la casa de la infancia al ser recordada. Hablamos de todas las casas que nos han albergado, de todas las moradas que hemos conocido, de todas las que hemos anhelado y de todos esos lugares que viven en nuestro inconsciente personal y colectivo. Sabemos que la imaginación no se adapta a los términos temporales de pasado o futuro, no se limita a la experiencia individual. La intimidad del hogar y sus imágenes conforman un cosmos dentro de nosotros.

Cada parte de la casa abre un tipo diferente de ensueño. La casa es un universo contenedor, a su vez, de múltiples universos; es tanto un cúmulo de imágenes dispersas como una unidad de imágenes cohesionadas. La cocina, plena de olores y vapores, cálida y nutricia, tiene una vida diferente a la de las habitaciones silenciosas, que tal vez sugieren reposo y suavidad; un salón iluminado es un mundo radicalmente distinto al de un sótano en la penumbra.

Hacia el tejado todos los pensamientos son claros. En el Desván, se ve al desnudo, con placer, la fuerte osamenta de las vigas. Se participa de la sólida geometría del carpintero.

El sótano (…) es ante todo el ser oscuro de la casa, el ser que participa de los poderes subterráneos.

La casa puede ser un lugar que no se termina de explorar jamás, sin que esto necesariamente tenga que ver con su tamaño físico. La imaginación hace de cualquier espacio algo inabarcable, más aún si se trata de la imaginación del niño –y todos somos niños, de alguna manera, en los ensueños relativos a la casa–. La curiosidad infantil enriquece cada pequeño rincón, cada espacio –por reducido que sea–; da vida a aquello que para el adulto suele pasar desapercibido.

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