‘Las horas’ de Michael Cunningham
Los grandes temas de los que trata Las horas de Michael Cunningham (la muerte, el suicidio, las condiciones mentales, la familia, la literatura o el aborto) se manifiestan también en pequeños temas que analizamos en este ensayo.
A Silvana, María Soraya, Graciela y Victoria
Las horas, publicada inicialmente en 1998, fue escrita por Michael Cunningham a partir de una profusa investigación sobre la novela La señora Dalloway, de Virginia Woolf; las cartas de la escritora inglesa, las de su hermana Vanessa Bell y las autobiografías de Leonard Woolf. Así reconoce y agradece Michael en el cierre de la novela editada en español por el Grupo Editorial Norma en septiembre de 2000 y con traducción de Margarita Valencia Vargas. En 1999 la novela había sido reconocida con los premios Pulitzer y PEN/Faulkner. En 2000, ganó el premio Grizane Cavour a la mejor novela extranjera publicada en Italia.
Uno de los aspectos fascinantes de su cuarta novela, de la que hablaremos a continuación, es precisamente el vínculo entre el escritor y el reconocimiento. Se trata de un lazo a medio hacer, como este esbozo que implica titular la obra de Michael con el nombre tentativo de una de las obras emblemáticas de Virginia. Como si este paralelismo plantease vidas en la medianía, pero que están definidas en su esencia. El reconocimiento aquí consiste en detenerse en el personaje escritor (Virginia Woolf y Richard) frente al otro, se trate de un amante (Leonard Woolf y Clarisa Vaughan), un familiar (Vanessa Bell o Laura Brown) o una confidente (Kitty y Sally). Pero Michael plantea estas dinámicas como complicidades que ocurren dentro de cada época (1923/1941 – 1949 – 2000) y como forma de retroalimentación entre los tres tiempos.
De esa manera, escritora (Virginia), lectora (Laura) y personaje (Clarissa) son mujeres que enfrentan un dilema definido en sus veinticuatro horas de vida a modo de entramado entre las tres. Esto se vuelve más obvio en la adaptación de 2002 hecha por David Hare para ser dirigida por Stephen Daldry e interpretadas por Nicole Kidman, Julianne Moore y Meryl Streep, respectivamente. Guion y montaje optan por alternar épocas, sobre todo estableciendo vínculos entre ellas tres a través de objetos claves. Nos enfocaremos en dos objetos-gestos del libro y donde la adaptación será un acicate para precisar ciertos puntos.
Las flores y la muerte
No son pocas las veces en las que las flores son un aliciente engañoso, dentro y fuera de la obra. Como destaca Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos (Siruela, 2014): «La flor. Se trata, pues, de un símbolo contrario, pero coincidente con el esqueleto que los egipcios ponían en sus banquetes para recordar la realidad de la muerte y estimular al goce de la vida». Como si se tratara de una distracción hermosa que nos recuerda nuestra propia finitud. Recordando también que «Mrs Dalloway said she’d by the flowers herself» (“La Sra. Dalloway dijo que ella misma estaba junto a las flores”) es la cita que inaugura la obra de Woolf, en la novela de Michael las flores son benefactoras de una complicidad entre los tres personajes principales.
(…) [Sally] Toma el metro para ir al centro y se detiene en el puesto de flores del mercado coreano de la esquina. Tienen la variedad usual: claveles y crisantemos, un puñado de lirios marchitos, fresias, margaritas, ramos de tulipanes blancos, amarillos, y rojos cuyo pétalos han empezado a ponerse correosos en las puntas. Flores zombis, piensa; son un producto como cualquier otro y han sido obligadas a crecer como pollos cuyas patas nunca tocan el piso desde el huevo hasta el matadero. Sally se queda de pie delante de las flores en sus plataformas de madera de diferentes alturas, frunciendo el ceño, y se ve a sí misma y a las flores reflejadas en los baldosines que hay al fondo del cuarto frío (hela ahí, con el pelo gris, las facciones afiladas, pálida [¿a qué horas se volvió así de vieja?], debería tomar más sol), y piensa que no hay nada en el mundo que desee para ella o para Clarissa, ni camisas de cuatrocientos dólares ni estas lastimosas flores, nada. (180-181)
Detengámonos en que estas flores zombis son un reflejo de Sally y de su relación con Clarissa, pero no a modo de espejo, sino a modo de metáfora entre ellas y las relaciones que entablan las protagonistas de las otras épocas con sus confidentes femeninas. Este entramado floral que afianza a Virginia, Laura y Clarissa es aún más visible en la introducción de la película de Daldry, después de que asistimos al suicidio de Virginia. Los arreglos florales alternan las épocas en el montaje de Peter Boyle, como también lo permiten los espejos pero para ensimismarse o evadirse.
Lo cierto es que las flores, presentes también en la escena de Clarissa en la floristería, son el adorno externo a una gestualidad mucho más íntima que tanto novela como película rescatan con la delicadeza de los personajes y las actrices. Antes de pasar a esta gestualidad, detengámonos en un pasaje clave que Hare omite con suma torpeza. También es cierto que la mirada de Allison Janney, quien interpreta a la pareja de Clarissa, nos brinde por momentos algo de esta cita en la película: las flores y los «te amo».
(…) [Sally] Quisiera decirle algo a Clarissa, algo importante, pero no logra verbalizarlo. «Te amo» es fácil. «Te amo» se ha vuelto ordinario y se pronuncia no sólo durante los aniversarios y los cumpleaños sino espontáneamente, en la cama o en el fregadero o incluso en taxis, al alcance del oído de conductores extranjeros que creen que las mujeres deberían caminar tres pasos detrás de sus maridos.
Los besos y la complicidad no verbal
A falta de palabras certeras, Cunningham se aferra a los besos como único gesto que nos puede salvar. Un lector o espectador burdo podría decir que estas son mujeres lesbianas porque en las tres historias hay besos entre personajes femeninos. El matiz de esto no sólo está en que las tres protagonistas tuvieron o tienen relaciones heterosexuales también, sino que el mismo Cunningham y Daldry han hablado de una fluidez sexual similar en sus propias vidas. Si nos empantanamos entre vida y literatura por un instante, es porque se dice que la misma Virginia Woolf accedió a casarse con Leonard si no tenían sexo.
Entonces, ¿a qué aluden estos besos si no es al homoerotismo (en tanto que eros entre iguales)? Entendamos en principio que ellos pueden ser a la vez las alianzas más efímeras e intensas del ser humano. Dos bocas, aberturas por donde la persona se expresa y se alimenta, sellan un vínculo acariciándose. Para meternos en las honduras de los besos, necesitaríamos estudiar la química, la filosofía y la fisiología de este gesto. Y no tendríamos que hacerlo por pretensiones cultas, sino porque los besos entre Virginia y Vanessa (hermanas), Laura y Kitty (vecinas), Clarissa y Sally (novias) nos están retratando una necesidad de alianzas íntimas en tiempos de incertidumbres. Estas no son alianzas necesariamente sexuales ni legales, sí afectuosas. Observemos la ternura en los tres besos y, también, la complicidad pueril en dos de ellos (los niños que observan y callan en medio de la desolación de estas mujeres).
Se ha comprobado científicamente que la testosterona, la dopamina y la oxitocina actúan en el gesto de besar a alguien; hormonas que están vinculadas a las relaciones a largo plazo, a lo sexual y a lo afectuoso. Estos tres ámbitos están escamoteados en la tríada de escenas en torno a los besos y es el último el más potente. Detengámonos en cada una para detallar estas complicidades para nada efímeras a fin de cuentas.
Empecemos por el beso entre Kitty y Laura. Es el que más dura en la novela: página y media. Que Cunningham le dedique tantas líneas al beso que proviene del personaje más moralmente dudoso de la obra habla sobre la búsqueda del autor por la ambigüedad. No olvidemos que Laura abandona a sus hijos y a su esposo finalmente. Pero tampoco dejemos a un lado que las tres protagonistas están abandonando procesos: Virginia abandona su vida, Clarissa abandona la celebración y Laura, si leemos cuidadosamente, se está abandonando a sí misma. Ninguno de estos abandonos es igual. Michael lo sabe, pero tampoco quiere juzgar a sus personajes.
Kitty desliza los brazos alrededor de la cintura de Laura. El sentimiento la inunda. Aquí, entre sus brazos, están el temor y el coraje de Kitty, la enfermedad de Kitty. Aquí están sus pechos. Aquí está el corazón fuerte y práctico que late debajo; aquí están las luces acuosas de su ser –luces intensamente rosa, luces doradas rojizas, titilantes, vacilantes; luces que se reúnen y se dispersan-; aquí están las profundidades de Kitty, el corazón debajo del corazón; la esencia intocable con la cual sueña un hombre (¡Ray, precisamente!), que anhela, que busca con tanta desesperación durante la noche. Aquí está, en plena luz del día, en los brazos de Laura. Sin que esa sea verdaderamente su intención, sin decidirlo, besa a Kitty largamente en lo alto de la frente. Está llena del perfume de Kitty y de la esencia fresca, limpia, del cabello castaño rubio de Kitty (…) Kitty levanta la cara y sus labios se tocan. Ambas saben lo que están haciendo. Dejan reposar sus bocas, la una en la otra. Sus labios se tocan pero no es del todo un beso.
Esta reiteración frente al abandono está presente en los besos y se asoma en la enumeración del nombre de la vecina: ocho apelaciones a modo de una felina pequeña, domada, que por un rato es libre con otra mujer. Toda entrega implica un eventual soltarse del otro, sea momentáneamente. Para captar la presencia de Kitty basta ver el trabajo actoral de Toni Collette en la adaptación de Stephen Daldry. Pueden achacársele problemas a la película, pero no descartemos ciertos gestos actorales. La mirada de alegría de Kitty en un primer plano, de un éxito aparente y gozado, viene acompañada del dolor ante la verdad. Es notorio que, cuando nos enteramos de la enfermedad de ella, Laura se le acerca y la besa en la frente primero. Estos son besos que delatan admiración hacia el otro. El beso de ellas en los labios «no es del todo un beso». Es un cuasi-beso de reconocimiento: «ambas están llenas de secretos compartidos, ambas luchan por cada momento. Cada una de ellas suplanta a alguien más. Están cansadas y sitiadas; la suya es una labor agobiante». Ambas son amas de casas en una década del siglo XX donde muchas mujeres pertenecían al decorado de la casa y los hombres proveían. Sería fácil acudir a teóricos e historiadores para sostener esto, pero confiemos momentáneamente a la propuesta de la vestuarista Ann Roth en la adaptación y su relación con los objetos del diseño de producción. En varios planos, Kitty y Laura parecen empequeñecidas en proporción a su entorno doméstico.
Por supuesto que no es fortuito el contexto del beso entre Vanessa y Virginia. Este ocupa apenas una oración de diez palabras, siete en la edición anglosajona de Harper: «Le da un sobrio beso en la boca a Vanessa» (114). Esta brevedad nos indica que Vanessa como espejo de la escritora tiene el atributo de sobriedad. (Vienen a colación las referencias en la historia de Kitty sobre los martinis y el cirujano borracho). Podemos acordar sin problemas que la pureza es breve, como la visita de Vanessa a la casa de su hermana. La relación entre ellas no es vanidosa, sino pura como lo remite el adjetivo que usa Michael (chastely). En la novela es el único beso de los tres que verdaderamente se da en los labios. El cambio en la película es llamativo y lógico: Hare y Daldry quieren ser menos ambiguos. «Vanessa será su espejo, como siempre lo ha sido. Vanessa es su barco, su franja de costa verde donde zumban las abejas en medio de las uvas (ibid).
Finalmente, el beso entre Clarissa y Sally sella la despedida del día, de la celebración y de la novela. «Sally toma la cabeza de Clarissa entre sus manos. Besa la frente de Clarissa con firmeza y eficacia, en una forma que la hace pensar en pegar una estampilla a una carta» (211). Otro beso frontal, este en medio de platos abandonados. «La comida se siente como algo primitivo, intocable; podría tratarse de una exhibición de reliquias» (ibid). La alusión al museo nos da pistas de estas cuatro vidas que quedan, entre penumbras y al margen.
Pequeños temas en Las horas de Michael Cunningham
Si optamos por escoger estos detalles tan pequeños de ambas obras, es porque los grandes temas que trata la obra de Michael (la muerte, el suicidio, las condiciones mentales, la familia, la literatura, el aborto) se manifiestan mejor en estas aparentes nimiedades. La mujer escritora, la lectora y la actriz son capaces de reconocerse sólo por las complicidades con su entorno inmediato. Pero con la mirada abarcadora de nosotros como lectores y espectadores reconocemos tres matices de una feminidad que atraviesa épocas claves del siglo XX: las guerras y el fin de los 1900. Este es un reconocimiento a partir no de espejos engañosos, sino de gestos cotidianos que se nos podrían escapar de no ser por esta dupla que hacen libro y película. Dejemos a un lado cuál es mejor. Los matices de la novela con respecto al fluir del pensamiento dialogan con las gestualidades certeras de actrices avezadas en manifestar las procesiones interiores del alma. Si remitimos a este término religioso.