‘Ada o el ardor’ de Vladimir Nabokov

Posterior a Lolita y a Pálido Fuego, fue la obra más extensa de Nabokov y también, probablemente, la más compleja. Su título original es Ada or Ardor: a Family Chronicle, y relata el amor incestuoso entre Ada y Van, hermanos que inicialmente ignoran su parentesco real, y que comienzan sus primeras exploraciones sexuales siendo poco más que niños.

Primera edición: Ada or Ardor: A Family Chronicle, Weidenfeld and Nicholson, London, 1969. Última edición en español: Anagrama, Barcelona, 2017, ISBN 978-8433960078.

Insecto – Incesto

Ada y Van se conocen en el castillo de Ardis, cuando ella tenía doce años y él catorce. Ardis era residencia de Daniel Veen, supuesto padre de Ada y padre real de la pequeña Lucette, ambas hijas de Marina Durmanov. Ese verano sería punto de partida de un amor que duraría toda la vida. Los árboles de Ardis, la casa majestuosa, sus corredores y habitaciones, los tejados, los bosques y jardines que rodeaban la propiedad fueron escenario de sus primeros intercambios y diversiones, que no tardaron en pasar de la inocencia a la avidez erótica. Los niños pronto hacen un hallazgo que les revela su real parentesco, pero esto no deja de ser para ellos un detalle apenas considerable, que reafirma la profundidad de su deseo mutuo y de su unión.

Nabokov juega con sus personajes, hace a sus personajes jugar, juega con el lector — llevándolo a los límites entre lo estético y lo moralmente aceptable; integrando al tejido de la narración referencias de todo tipo, en más de una ocasión casi imposibles de rastrear—, y también sabemos que es dado a los juegos de palabras. Los nombres de sus «nínfulas» más de una vez son elementos de fragmentos tan poéticos como lúdicos, donde se recrea deliciosamente la sonoridad: lo encontramos en las primeras líneas de Lolita y también en esta novela.

Ada, nuestros ardores, nuestros árboles (Ada, our ardors and arbors), ese trímetro dactílico que sería la única contribución de Van Veen a la poesía angloamericana, le cantaba en el cerebro.

«Ardis» es, asimismo, una variación fonética de «ardor». En algún momento, en torno a una de las interminables partidas de Scrabble de los niños —actividad que fascina especialmente a Ada, muy erudita y petulante a esa tierna edad— se alude a un significado griego del nombre del castillo: «punta de flecha», y no es gratuita la comparación con lo punzante, lo doloroso, metáfora también de lo unívoco del destino, de aquello que nos alcanza sin que tengamos otra opción y que a menudo tiene el deseo más ferviente como vestidura.

Ada no solo es amante de las palabras, también lo es de las flores y de los insectos, especialmente de las mariposas. Nabokov canaliza a través de ella su gran pasión de entomólogo. En un pasaje, mientras la joven juega a «los anagramas» con su amiga Grace, la palabra «insecto», da pie a que Ada proponga el término «incesto», y sorprende la cercanía fonética entre dos palabras cuyos significados nunca asociaríamos; no obstante, para la concepción estética del autor puede que sí haya un nexo semántico, una oscura relación que las hace tocarse en un ámbito subterráneo, en un sustrato poético.

—Si yo fuera escritor —continuó Demon en tono soñador— describiría, con muchas palabras sin duda, con qué pasión, con qué incandescencia, de qué modo tan incestuoso… ésa es la palabra… se enlazan la ciencia y el arte en un insecto, en un tordo, en un cardo de ese bosquecillo ducal.

Simbólicamente, además, toda gran creación es fruto de una forma de incesto. No en vano encontramos incontables referencias, en distintas mitologías, sobre relaciones de este tipo. En la cosmogonía griega, por nombrar un caso, el origen de todo parte del encuentro entre Gea y Urano, madre e hijo. Por otro lado, Jung propone que el incesto «simboliza el anhelo de unión con la esencia de uno mismo, es decir, la individuación» (1).

El jardín de las delicias

La exploración estética de Nabokov está empapada de sensualidad. Los sentidos, llevados al límite, pierden la brújula entre el goce y la agonía. La belleza, aquella casi insoportable, se presenta como una relación incestuosa —tal como la referida por Demon, padre de Van y de Ada— entre las percepciones y entre las dimensiones del ser.

El mismo Demon, en medio de una divagación que no llega a ningún fin pero que no deja de ser certera, refiere al famoso tríptico de El Bosco, ese «jardín de las delicias» que es un estudio de «el placer de la vista, el gusto y el tacto». Y bien podríamos comparar la riqueza de esta obra con la de la novela, ya sea desde la exuberancia que nos invita a perdernos en cada recoveco, como un camino de goce interminable y mil veces bifurcado; desde el estímulo que representa para nuestra curiosidad y nuestros sentidos; o desde esa mezcla e indeterminación entre lo bello y lo feo, entre lo amable y lo terrible, entre lo sublime y lo bajo.

Ada, para empezar, se nos presenta como una criatura compleja. Desde los ojos de su amante, su belleza es mayor y más tormentosa en la medida en que posee —al igual que la relación entre ambos— un componente de perversión. No obstante, ese grado de maldad no se encuentra simplemente en lo mirado (Ada), o en quien mira (Van); sino en una instancia que los funde a los dos (narrador/ autor/ lector) y que hace del fenómeno estético algo inabarcable y mucho más rico.

Las uñas de la desventurada Ada permanecían teñidas de granate (…) Se rascaba con transportes capaces de abolir en su alma la conciencia del mundo: después de una sesión extática hasta el exceso, la sangre chorreaba literalmente por sus pantorrillas mártires —una lástima, según musitaba, para sí, su acongojado admirador, pero, al mismo tiempo, un espectáculo escandalosamente fascinante (estamos explorando un universo muy, muy extraño, en verdad).

La piel lechosa de la jovencita, tan excitante en su delicadeza, a los ojos de Van, tan vulnerable al aguijón del monstruo, era al mismo tiempo sólida como un tejido de seda (…) ¡Qué raro objeto de entusiasmo, aquella imagen de la amada tratando de calmar los ardores de su preciosa piel, trazando ferozmente sobre su pierna hechicera surcos primero color de perla, luego color de rubí.

Decía Rilke que «la belleza no es nada sino el principio de lo terrible». En la obra de Nabokov se cumple esta condición; no obstante, lo terrible nunca es tomado tan en serio; a fin de cuentas, el arte es un juego, y bajo el amparo de la fantasía el peso de lo grave se aliviana.

Para Nabokov, toda belleza contiene algo de transgresión. A menudo, la belleza florece en el pantano de lo moralmente execrable; al respecto, habría mucho qué decir sobre esta novela, donde asuntos como la pederastia o la explotación sexual son mencionados con una naturalidad alarmante. Incluso si aceptamos ese “pacto ficcional” que nos pide la narración, si asumimos su intención lúdica y su carga sarcástica, se nota la intención del autor de escandalizar, de probar nuestra tolerancia como lectores y divertirse con nuestro rol de jueces.

Anti-Lolita

Más allá de lo anterior, los extensos fragmentos descriptivos, sobre todo aquellos dedicados al personaje de Ada, presentan a la muchacha como objeto de ferviente amor y deseo. La lascivia, cuando es dirigida hacia la amada como si esta fuese un ser supremo y sublime, se vuelve una fuerza pura y limpia.

La voz del narrador, —que se entremezcla con la de Van y Ada, quienes escriben su propia historia con anotaciones al margen, cuando ya son ancianos y vuelven sobre su memoria compartida— siempre es la de un amante cuando habla de Ada, y persiste en la observación minuciosa de cada detalle de su ser, así como en los efectos que cada gesto y movimiento, cada cualidad de la pequeña Ada, tienen sobre Van.

Ada trazaba con pincel delicado un ocelo o el lóbulo de un pétalo, y, en el éxtasis de la concentración, la punta de su lengua se retorcía en la comisura de sus labios, y, bajo la mirada del sol, la fantástica niña de cabellos negro-azul-castaños parecía a su vez convertirse en la reproducción de una orquídea espejo-de-Venus. Su vestido ligero y flotante estaba tan abierto por la espalda que cada vez que la ahuecaba por un movimiento de sus omóplatos prominentes (bien porque, con la cabeza ladeada y el pincel en alto, contemplase apreciativamente su húmeda obra, bien porque apartase, con el dorso de la mano, algún mechón que le cayese por la sien), Van, que se había aproximado al taburete tanto como se lo permitía la prudencia, podía ver hasta el coxis su ensilladura marfileña y respirar todo el calor de su cuerpo.

Estas descripciones de Ada recuerdan mucho a las de la «nínfula» principal, Dolores Haze, vista desde el tormento de su enamorado. En esta novela, son varias las referencias a Lolita, así como a muchas otras obras literarias de diferentes autores. Cuando encontramos a Ada leyendo un libro llamado Palace in Wonderland, cuando se habla de una «Ada en el País de las Maravillas», o cuando se alude a unos tales «Madhatters», se hace evidente la intención del autor de hacer colar, una vez más, sus filias: Nabokov tradujo la principal obra de Carroll al ruso, y en algún momento comentó que el autor inglés, en su depravada obsesión por las niñas, había sido «el primer Humbert Humbert» (2). No obstante, hay quien se ha referido a Ada o el ardor como una «anti-Lolita» (3), ya que el amante de Ada no es un cuarentón enfermo sino, al igual que ella, un niño/púber en pleno descubrimiento erótico.

Tú hacías un castillo de naipes, y hasta el menor de tus movimientos se sublimizaba (…) Y yo me embriagaba con el olor de niña que exhalaba tu brazo desnudo, y con el olor de tus cabellos, asesinado más tarde por algún perfume de moda.

(…)

Eso es lo que yo hacía mientras tú te dedicabas a tu delicado trabajo. Magia táctil, paciencia infinita. Las yemas de los dedos al acecho de la gravedad (…) ¿Sabes lo que yo estaba esperando? Que en el momento en que se derrumbase tu castillo de naipes harías un gran gesto de abandono, al modo ruso y te sentarías sobre mi mano.

El encuentro entre los niños es libre, su avidez es compartida y su perversión casi inocente; pero eso no quiere decir que su desenfreno haya sido inofensivo. Si el ardor cobró una víctima, ésta fue la hermana menor de ambos: Lucette.

La agonía de Lucette

Lucette, quien comienza siendo una niña juguetona, termina por ser, en su edad adulta, el personaje más atormentado de la novela. Es ella la más vulnerable de los Veen, y también la más abusada desde su infancia.

Desde que Ada y Van empiezan con sus primeros, fogosos intercambios, deben esconderse continuamente de la «sombra Lucette», quien los acecha en todo momento. Lucette desarrolla, aún siendo muy pequeña, una atracción fatal por su primo — quien realmente es su medio hermano—. Los jóvenes amantes deciden incluirla en «sus retozos» más inocuos, con la intención de protegerse: de esta forma, si la pequeña llegara a ver alguna escena que los comprometiera, no se escandalizaría ni iría a delatarlos. Esto no hace sino avivar una llama que la acompañaría hasta el final.

Aquellos juegos fueron apenas el comienzo. Si hay verdadera perversión en la historia, ya lo dijimos, esta cae sobre Lucette: la sombría, seductora Ada, llega a niveles de lujuria insospechados, y Van no siempre tiene exclusividad como contraparte en tales menesteres. Lucette revela a Van, años después, la clase de actividades en las que su propia hermana la inició.

—Me enseñó cosas que yo nunca habría imaginado— confesó Lucette (…) Nos entrelazábamos como serpientes y resollábamos como pumas. Éramos acróbatas mongoles, monogramas, adalucindas. Ella besaba mi krestik mientras yo besaba el suyo, y nuestras cabezas se cruzaban en posturas tan extrañas.

Lucette ardía por Ada porque era una versión femenina de Van — aunque también se deslumbra por Ada misma— y queda presa en un triángulo amoroso donde solo es un juguete, apenas un ocasional objeto de deseo y un complemento estético, con su cabellera rojiza y su piel aterciopelada, a la «belleza en blanco y negro» de su pálida hermana.

Ya en su juventud, llega incluso a ser vejada sexualmente por la pareja —por iniciativa de Ada—, en una escena cuya crueldad es tratada superficialmente y mitigada por el uso ligero de las palabras, así como por las exuberantes figuras retóricas de la narración.

Encuentra en primer plano las piernas, abiertas a la fuerza, de la más joven de las Veen. Una gota de rocío en el muslo rojizo va a encontrar pronto una respuesta estilística en la lágrima aguamarina que cae del ardiente pómulo (…) La llama del ámbar de Lucette atraviesa la noche del olor y del ardor de Ada, y se detiene en el umbral del macho cabrío de lavanda de Van. Diez largos dedos ansiosos, perversos, amantes, pertenecientes a dos jóvenes demonios, acarician a su compañerita, que ha quedado reducida a su merced.

Si analizamos, más allá de lo explícito, a este personaje, nos daremos cuenta de que su sufrimiento es más hondo de lo que pudiera parecer. En un fragmento, Lucette también relata a Van, de una forma en que apenas se dan a entender los hechos con claridad, cómo fue tocada inapropiadamente por su padre —«Soy como Dolores», llega a decir—. Pero lo que la lleva a la perdición definitiva es el amor no correspondido que siente hacia su hermano.

Hay una cosa que adoro (obozhayu), adoro, adoro, adoro más que a la vida, y eres tú, tú (tebya, tebya). Estoy enferma de ti, de un modo insoportable.

Tal vez sería revelar más de la cuenta —si es que tal cosa puede hacerse, ya que la novela es inagotable y una experiencia en sí, más allá de las acciones que la componen— hablar sobre el desenlace final de la hermana más joven. Solo diremos que su última agonía es terrible y trágicamente bella.

La textura del tiempo

Van Veen, ya siendo un destacado profesor, trabaja arduamente sobre un ensayo titulado La Textura del Tiempo, cuyas premisas encontramos explicadas con detalle hacia el final de la novela. Se ha dicho que, originalmente, este estudio sobre el tiempo era un proyecto separado de Nabokov, que finalmente decidió integrar a Ada o el ardor (cuyo título inicial iba a ser Cartas desde Terra, el mismo que dio Van Veen a una novela de su autoría, muy mal recibida por el público y la crítica).

Las anotaciones de la teoría sobre el tiempo de Van-Nabokov incluyen referencias a reflexiones filosóficas previas sobre el tema, entre ellas las de San Agustín o las del francés Henri Bergson. El autor aborda la percepción sensorial del tiempo, su «textura» o consistencia, el ritmo de los sucesos que establecen una idea de «transcurso», así como la brecha entre una y otra «pulsación» perceptible:

No los latidos recurrentes del ritmo, sino el vacío que separa dos de esos latidos, el hueco gris entre las notas negras: el Tierno Intervalo.

La propia novela es un documento en el cual Ada y Van dan forma a su pasado; hurgan en los relieves de la memoria para reconstruir sus vidas; resucitan los momentos cumbre, entre otros momentos que se diluyen en la indiferencia. Una vida, en sí, no tiene un nudo y un desenlace: es un continuum, está llena de pequeños nudos, hay que separar lo que tiene de destacable, la materia prima, aquello capaz de componer una historia única y consistente. Pero, para Ada y Van, el amor entre ambos visto en retrospectiva resulta siempre épico y legendario.

«El pasado es, pues, una constante acumulación de imágenes», dice Van. Comenta también que ama «sensualmente» el tiempo, «su tejido y extensión, la caída de sus pliegues», y agrega que «el Tiempo es un perfecto caldo de cultivo para las metáforas». Esto nos hace pensar en la propia textura de la novela, de su tiempo: se trata de una composición que, a menudo, parece estar hecha de fragmentos de sueño, en un espacio y una temporalidad totalmente trastocados por la imaginación.

«El tiempo va sobre el sueño/ hundido hasta los cabellos», sentencia la voz de Lorca. Y la voz de Nabokov, el ritmo de sus palabras, hacen del tiempo un arte, y del arte un tejido continuo. A través de él, Ada y Van se sueñan y se inmortalizan, respiran entre las oscuras brechas de su propia textura, de su propio tiempo, ficcional pero vivo.

Notas

(1) Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de Símbolos. p. 259. Barcelona; Siruela, 1997.

(2) Zurro, Javier (2 de julio de 2013). Lo que Lewis Carroll ocultó de Alicia. El Confidencial. Recuperado de: Elconfidencial.com.

(3) Ibáñez, Andrés (1 de julio de 1999). Artículo: La chistera del mago. Cien años del nacimiento de Vladimir Nabokov. Revista de Libros. Recuperado de: Revistadelibros.com.

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