‘París’ de Mario Levrero
Un viaje de trescientos siglos, un hombre alado que fracasa en lograr el favor de una prostituta, un proyecto de fotografía snuff, un asilo para indigentes, una conspiración para proteger un libro prohibido: cosas que pueden pasar en la fantasmal París de Mario Levrero.
París, que junto con La ciudad y El lugar forma parte de la llamada Trilogía involuntaria de Mario Levrero, es una novela rara. Breve, como las otras dos novelas de la serie, ofrece una especie de intensidad paradójica: no diríamos que es abigarrada ni que está poblada de acontecimientos demasiado fuertes, pero hay en ella algo como un cuerpo atmosférico denso que se asentara sobre nosotros con más presión que la acostumbrada, como si de pronto pudiéramos percibir el peso del aire.
Un hombre solitario llega en tren a una ciudad que llama “París”. Concluye así un periplo, afirma, de trescientos siglos. Como si la cifra no fuera de por sí desmesurada, nos dice que encuentra a la ciudad tal cual estaba al momento en que él partió. De acuerdo con la costumbre, hemos aprendido que París es la “Ciudad Luz”, mientras que el epíteto de “Eterna” le corresponde a Roma. Sin embargo, esta París habría estado allí en su lugar 30.000 años atrás y permanecido invariable por todo ese tiempo.
Un viaje de trescientos siglos en ferrocarril para llegar a París -un viaje durante el cual fui perdiendo casi todo, aún el impulso inicial que me llevara a emprenderlo; un viaje que al ir llegando a término me había devuelto fragmentos de ese impulso, abriendo camino a una esperanza remendada que ahora no tiene recompensa-, y encontrarme en esa misma estación desde donde había partido, trescientos siglos antes, y encontrarla exactamente igual a sí misma como demostración de la inutilidad del viaje; y encontrarme allí, en ese mismo banco -ahora lo recuerdo, es este banco- sin que nada haya cambiado en mi interior, salvo la cuota de cansancio, la cuota de olvido, y la opaca idea de una desesperación que se va abriendo paso. El viaje había sido insensato. Ahora lo sabía.
Estamos en una ciudad un poco fantasmagórica: la estación donde se apea el narrador se nos presenta vacía, y es difícil imaginar vacía a cualquiera de las grandes estaciones de París. En estas primeras e inmediatas incongruencias se cifra de entrada un cierto efecto de irrealidad.
-Sin embargo -dijo una voz que me sobresaltó; abro los ojos y me encuentro ante un individuo alto, rígido, sombrío, cuyas facciones quedan disimuladas en la proyección de las alas de su enorme sombrero de cowboy-, sin embargo no me parece insensato emprender un viaje para darse cuenta de su inutilidad. Si usted cambia esa naciente desesperación por una calmada desesperanza, habrá obtenido algo que muchos humanos anhelan.
El paisaje que se nos ofrece es afín a las escenografías postapocalípticas: la estación vacía, las calles despobladas y un taxi solitario detenido y disponible para ser abordado por el narrador, quien inmediatamente descubre que el conductor, inmóvil en su sitio, está cubierto por telarañas, muerto y momificado.
Se trata de señales, a la vez, del paso del tiempo y de la permanencia. Es como si París hubiera estado ahí en suspenso, acumulando el polvo, criando telarañas, esperando a que el narrador regresara de su viaje circular.
El tiempo según Mario Levrero
El tiempo de esta novela es algo extraño: si el periplo del protagonista duró trescientos siglos, ¿comenzó en un punto del tiempo que se corresponde con nuestro pasado, o la acción transcurre en un momento que sería nuestro futuro?
Absolutamente nada inclinaría la opinión en un sentido u otro: en tanto que la ciudad del presente narrativo se declara idéntica a la del pasado y no es, apreciablemente, distinta de cualquier ciudad de nuestro presente, esos 30.000 años devienen indiferentes y el momento de la acción podría situarse en cualquier punto de la historia.
-¡Marcel! -recordé súbitamente su nombre-. ¿Cómo va todo?
Es un hombre pequeño, con guardapolvo castaño claro. Los párpados caen sobre la mitad de los ojos, dándole un aspecto soñador, o estúpido, aunque se trata en realidad de un vividor inteligente.
-Bien -responde, con seguridad aplomada-. Va bien.
Miro con simpatía las polvorientas fotos murales que decoran las paredes. Muchas de ellas son trabajo mío. El almanaque, el mismo almanaque, indica la misma fecha.
¿Podemos imaginar alguna suerte de bucle temporal, recurso característico de la ciencia ficción, por el cual el viaje del protagonista podría haber durado 300 siglos mientras que en la ciudad transcurrían algunos pocos años, incluso unas pocas horas? Podemos, claro. Levrero se reivindicaba gran lector de ciencia ficción. Incursionó de hecho, a su manera, por el género. Y en esta novela nos ofrece pistas suficientes y razonables, aunque no concluyentes, para suponer que se trata de esta estratagema. Otra estratagema posible tendrá que ver con la indiferenciación entre sueños y vigilia.
-¿Es posible? -pregunto-. ¿La misma fecha?
Marcel sonríe.
-No -dice, moviendo la cabeza. El almanaque cuelga entre dos fotografías apenas visibles ya por el polvo.
-No ha cambiado nada, tú no has cambiado nada, el local no ha cambiado nada -digo con admiración.
-¿Tu crees? -pregunta (…)
Pero de momento nuestro problema es el tiempo: la acción se vé cruzada en algún momento por la presencia de las tropas alemanas que invaden París. ¿Transcurre la novela en 1940? Nadie podría asegurarlo. Un dato histórico tan fuerte no sólo no basta para conjurar el efecto general de presente perpetuo que Levrero despliega sino que de hecho más bien lo enfatiza: ¿quién dice que esta invasión de estos llamados alemanes de esta ciudad llamada París tiene algo que ver con la que conocemos de nuestra realidad histórica?
Me hace pasar por detrás del mostrador y mirar por el rectángulo. Tenía razón: las cosas habían cambiado durante mi ausencia. Antes, el local terminaba en esa pared; ahora se prolonga, según veo, en una enorme caverna. Hay en ella cantidad de aparatos técnicos, algunos water-closets, varias mujeres desnudas -al parecer encadenadas a las paredes de piedra-, y tres o cuatro hombres de guardapolvo blanco que trabajan en algo…
-Estamos llegando al final de la etapa previa -repite Marcel (…)
Así, los 30.000 años de viaje, la cercana guerra, la misma ciudad, son, por sobre todas las cosas, más bien como emanaciones de la subjetividad del personaje.
La irrealidad y subjetividad del tiempo impactan incluso en la prosa. Expresándose en primera persona, el narrador alterna tiempos verbales sin el menor escrúpulo y con total prescindencia de las convenciones gramaticales y las buenas prácticas del oficio del redactor. Y no sólo falta a la concordancia temporal de un párrafo a otro o en la misma frase, mezclando la rememoración con la acción actual, sino que lo hace incluso en la misma oración.
-Hay un desajuste en el tiempo que me está desesperando -dije en voz alta. Estoy otra vez sentado en la cama, con los pies desnudos apoyados en las tablas del piso. Pero sé que no es eso. El desajuste, estuviera o no en el tiempo, estaba también en mí; y ahora veo que el factor tiempo no es quizás el más importante: hay un raro comportamiento de las cosas físicas, incluyendo a la gente, y a mí mismo; y tuve la certeza de que algo que estaba sucediendo con mi memoria tenía que ver en forma preponderante con todo aquello. Viví instantes de terror al pensar si el funcionamiento de mi memoria no podría influir de algún modo sobre el común comportamiento de las cosas físicas (…)
Como se puede anticipar, el efecto para el lector es de gran perplejidad. Pero con el correr de la novela resulta cada vez más claro que el tiempo, las simples nociones de “presente” y “pasado” son, si no indiferentes, por lo menos, intercambiables: todo está pasando aquí, y ahora.
París, capital de los sueños del mundo
Pero esta curiosa organización del tiempo no es, como dijimos, la única estratagema que emplea Levrero para hacernos dudar acerca de qué es lo que en su relato debemos entender por “realidad”. Entre las varias facultades extraordinarias que le iremos descubriendo, el protagonista mostrará la capacidad de entrar voluntariamente en estados oníricos que experimenta en forma simultánea con la vigilia.
No; no puedo dormir. Puedo en cambio soñar; soñar voluntariamente, despierto. Creo recordar haber utilizado este truco más de una vez, durante el viaje; de cualquier manera, sé que en este momento me es posible hacerlo sin dificultad. Es cierto que no trae descanso verdadero a la mente ni al cuerpo; en la mente se forma un estado pasivo de alerta, un espectador que al mismo tiempo es actor de la obra que se va a representar; pero el espectador ignora el argumento, y asimismo lo ignora el actor, y el escenario es infinito…
El narrador es capaz de entrar en ese estado cuando lo desea, pero no comanda el contenido de esos sueños ni puede, con total eficacia, salir de ellos. De este modo, contenidos oníricos caprichosos se sobreimprimen a su experiencia del mundo de la vigilia, perturbándola sin llegar a contaminarla, pero sembrando dudas sobre la integridad mental del personaje.
(…) me doy cuenta que las cosas han escapado de mi control, que ya no podía entrar y salir a voluntad del sueño; noto que hacía rato (…) que me esforzaba por suspender el sueño y no lo podía lograr; no había una clara diferenciación entre el yo espectador y el actor, como si mi conciencia se hubiera trasegado íntegra al actor; pero, por fortuna, no ha sido exactamente así, ya que puedo advertirlo y hacer que el espectador luche y salga del sueño. Lo consigo tras un esfuerzo prolongado, pero las imágenes y sensaciones del sueño persistieron un buen rato en la vigilia (…)
¿Está loco el protagonista? ¿Es en realidad el “asilo” en el que lo han alojado un manicomio? ¿Realmente viajó en tren durante trescientos años o sólo es su imaginación? ¿Cómo establecer el límite preciso entre lo real y lo alucinatorio? En todo relato sobre la locura, es necesario que el narrador o alguno de los personajes se encarame en el lugar de testigo de lo real. Alguien tiene que decir “esto es lo real y esto es una alucinación”. Levrero no nos ofrece ningún personaje que cumpla este papel. En algún momento, el narrador planteará por sí mismo dudas muy mínimas acerca del funcionamiento de su mente y eso será todo lo que leeremos sobre el asunto. Nada en la novela nos permitirá confirmar (ni descartar) la hipótesis.
Cuándo, dónde… y quién
-Me imaginé que había uno nuevo -dijo, una vez hubo cerrado la puerta-. Ví la puerta cerrada, y por eso pensé… Siempre están abiertas las puertas de los cuartos desocupados… ¡Oiga! Usted es nuevo, usted todavía no me va a mentir! ¡Dígame lo que ve!
Se me aproximó de manera alarmante, y lo único que veo es una cara ansiosa.
-¡Sí, dígame lo que ve! No nos permiten tener espejos, hace tres años que estoy aquí. -Habla con acento inconfundiblemente húngaro-. Todos me engañan, todos me dicen cosas distintas del aspecto de mi cara. ¿Qué ve usted?
¿Quiénes son, qué papeles desempeñan entonces los personajes que animan la novela?
Tenemos en primer lugar, claro, al narrador protagonista, que no recibe un nombre, del cual sabremos que es o ha sido fotógrafo, que tiene la capacidad de volar y de soñar despierto, que busca el sentido de un viaje en tren de 300 siglos que inició y terminó en una ciudad a la que llama París y que, al regresar a la ciudad, se vé alojado un poco contra su voluntad en un asilo para indigentes.
Allí conocerá a un portero (o cura, no podrá establecerlo con certeza) que guarda desde el interior la entrada del asilo que es a su vez vigilada desde afuera por guardias armados con mosquetes (sí, “mosquetes”; ni “fusiles” ni “rifles”, sino antiguos “mosquetes”). Enfrentará enfermeros o guardiacárceles embrutecidos, atisbará a otros innominados internos durante su participación en una misa inexplicable, recibirá casi como una prenda a la prostituta o esclava sexual Angeline, cuyo favor será incapaz de lograr, y se relacionará con otro interno, el viejo Abal, un hombre paranoico y asustado que no sólo buscará refugio y protección en la habitación del protagonista, sino que procurará obtener de él la confirmación de que sigue siendo humano.
-Veo un hombre, de unos sesenta años, de cabello cano y barba no muy bien cuidada, larga y también blanca; veo unos ojos entre castaños y verdes, en un rostro surcado de arrugas, blanco pero curtido por el sol. -Trato de relatarle mi apreciación con la mayor fidelidad posible-. No sé qué otra cosa espera que le diga.
El hombre parece un tanto aliviado. Se acerca a la ventana.
-Llevo tres años aquí. ¡Tres años! Torturado diariamente por todos ellos: “¡Te has convertido en un monstruo!”, “¡Oh, si pudieras ver tu cara!” -Imita voces ahuecadas y malignas-. Usted no sabe, usted no puede imaginarse lo que es esto.
-No -respondí-. ¿Qué es esto en realidad?
Sabremos también del mencionado Marcel, quien brindará el único testimonio de que el narrador ha estado anteriormente en la ciudad y quien dará cuenta del proyecto a 20 años (que está “en la etapa final”) que ambos tenían para realizar una publicación de fotografías snuff.
Veremos aparecer reiteradamente aunque con visibles variaciones a un misterioso personaje que repite una misma frase casi como un oráculo, hablando directamente a la conciencia del protagonista y leeremos sobre más hombres alados con los que se querrá establecer contacto. Entrará en escena la partisana Sonia, que envolverá al protagonista en acciones de la resistencia contra los “alemanes” y lo pondrá en contacto con un misterioso Anatole…
-No quiero meterme en asuntos que me son ajenos -dije- pero la verdad es que tengo curiosidad… Sonia me habló de un espectáculo musical.
-Así es -respondió con una sonrisa-. Pero no le dijo lo principal, que es un secreto absoluto (…)
Mientras tanto, los disparos se habían sucedido con cierta periodicidad, y al llegar al patio, Anatole debió detener nuevamente a las personas con los brazos extendidos.
Con estos materiales, Levrero compone su novela. ¿Una novela de ciencia ficción? Afirmarlo no sería muy apegado a las convenciones más superficiales del género: los dispositivos técnicos brillan por su ausencia y los que hay, como mosquetes y trenes, e incluso aparatos de televisión, resultan deliberadamente anacrónicos. No hay tampoco argumentaciones pretendidamente científicas que expliquen los acontecimientos.
-¿No puede añadir nada más? -pregunté mientras llegábamos al jardín, pensando que no tenía ningún interés en un espectáculo musical que además posiblemente tuviese connotaciones políticas, o durante el transcurso del cual se preparaba una acción que desconocía. El farol estaba apagado.
-Canta Gardel.
(Conectemos aquí nuevamente con el tema del tiempo y el recurso del anacronismo: en el mundo que llamamos nuestra realidad, los alemanes entraron en París en 1940, mientras que Carlos Gardel, el cantante de tangos al que se refiere el párrafo anterior, murió en Medellín en 1935.)
París y la perplejidad
¿Estamos ante una novela sobre la locura? Si lo fuera, nada en ella nos ofrece el reaseguro sobre qué es lo real.
(…) puedo esquivar los dientes, pero las patas me golpearon en el pecho y mi cuerpo se dobló sobre el parapeto y, tras un instante de angustiado equilibrio, caigo hacia la calle (…)
-Es el fin -pienso, y me invade una calma total. En una fracción de segundo experimenté un reencuentro conmigo mismo que quizás no hubiese hallado por otros medios durante años de búsqueda. Y pronto supe algo nuevo.
Ruido de género rasgado, y un par de alas se abren paso, automáticamente, a través del saco que acaban de romper (…)
¿Un relato fantástico? Tal vez. Al menos algunos acontecimientos fabulosos tienen lugar, pero así como no sabemos si son la consecuencia de futuras (o perdidas) capacidades técnicas o de simples alucinaciones, tampoco tenemos claves que nos digan que se trata de manifestaciones mágicas o sobrenaturales: nuestro protagonista, ¿alucina que tiene alas? ¿las tiene y debemos entenderlo como una especie de mutante? ¿es realmente una criatura fantástica que ha vivido por 300 siglos?
Privados de las claves convencionales que nos permitan situar los hechos extraordinarios en el habitual repertorio de los géneros, ¿qué diremos que es entonces París?