‘Van Gogh. La vida’ de Steven Naifeh y Gregory White-Smith
La biografía de Steven Naifeh y Gregory White-Smith publicada en 2011 se ha convertido en un título fundamental para entender la vida, la psicología y la obra de Vincent Van Gogh.
Los autores han formado un tándem de biógrafos muy reconocido en su campo. Ya en 1989 recibieron su primer Premio Pulitzer por la biografía del pintor abstracto norteamericano Jackson Pollock y la obra que aquí estamos comentando les valió su segundo Pulitzer.
Esta es la última gran biografía publicada sobre el pintor de los Girasoles que viene a sumarse a muchos otros estudios, que desde principios del siglo XX, han intentado acercarse a la personalidad de Vincent Van Gogh. Desde La folie de Vincent Van Gogh de Victor Doiteau (1928), pasado por History of Post-Impressionism: From van Gogh to Gauguin (1956) de John Rewald, hasta ensayos más recientes como los de Robert Hughes.
La biografía Van Gogh: La vida es fruto de 10 años de investigación que los autores realizaron teniendo un acceso privilegiado a los archivos y a los especialistas del Museo Van Gogh de Amsterdam. Esto les ha permitido escribir una biografía singularmente exhaustiva y en la que dedican especial atención a explicar el impacto psicológico que los avatares de la vida de Vincent tuvieron en su personalidad y en su obra.
Los autores describen con profundidad la historia y el entorno familiar en el que nacieron los hermanos Van Gogh (pues la historia de uno no se puede contar sin el otro) o el carácter psicológico que desde muy pronto definió al pequeño Vincent: apasionado de la naturaleza y de la soledad (quizá lo que hoy día conocemos como una personalidad introvertida) al tiempo que adorador de la unidad familiar. Al menos así fue hasta que a la edad de 11 años es separado del hogar por sus padres, que le enviaron a un internado. Vincent siempre tuvo nostalgia de la vida familiar de su infancia y de los brezales de brabante, a los que nunca consiguió regresar plenamente.
Este es el destino impuesto por sus padres al que intenta adaptarse. Tras cuatro años en los dos internados en los que estuvo, en ocasiones siendo un alumno competente pero en otras un joven hastiado, de ser un alumno que por su rebeldía no terminó la educación secundaria, su padre decide enviarle a trabajar a la empresa Goupil & Co. dedicada a la venta de arte en la que su hermano –el tío de Vincent– era socio.
Allí su pasión por la observación, la del observador introvertido que mira entre candilejas como en algún momento llegó a decir, pareció encontrar por un tiempo un lugar en el que desarrollarse. Desde los 15 a los 20 años trabajó en la oficina de Goupil en La Haya viviendo un periodo de relativa tranquilidad. Pero su naturaleza inadaptada, su rebeldía ante lo que contrariaba sus sentimientos y convicciones, se hizo patente y nunca más dejó de crecer hasta el momento de su muerte a los 37 años.
Esa creciente hostilidad se manifestó primero contra su trabajo, en el que veía un arte sin pasión y sin sentimiento propio de una burguesía interesada únicamente en distinguirse socialmente a través del gusto imperante y en mantener los convencionalismos de clase. No era capaz de tolerar la deferencia social debida a los clientes o a sus jefes. Y sus deseos más íntimos de compañía y aceptación humana tampoco se vieron satisfechos. Después de su primer intento de tener una relación amorosa, frustrada por su impaciencia y su falta de tacto social, se decidió a frecuentar los barrios rojos, consciente de su naturaleza sucedánea pero incapaz de dar respuesta de otro modo a su deseo.
Este cúmulo de circunstancias terminó obligando a su tío y a sus jefes a tomar la decisión de enviarle lejos, a la sede de la empresa en Londres, donde pudiera crear menos problemas. Vincent vivió un nuevo exilio, después de su paso por los internados y por la ciudad de La Haya. Esta vez fuera de su país, en la extraña Inglaterra, sintiendo de modo aún más fuerte la nostalgia de su infancia y donde se fraguó el segundo acto de su vida en el que aún no se entregaría al arte sino a la religión. Mientras estuvo destinado en la capital británica, y después, durante un breve periodo de tiempo en París, todo en lo que podía pensar Vincent era en la religión, en volver a estar cerca –de algún modo– de su padre, el párroco Theodorus Van Gogh, y en los efectos salvíficos de la religión en la que había sido educado.
A los 23 años es despedido de Goupil & Co. por falta de disciplina, tras pasar 8 años trabajando en el comercio de arte, y se decide por seguir el camino religioso. Intentará superar los exámenes de ingreso en la Facultad de Teología pero fracasará y se conformará por un tiempo con ser misionero y catequista –los escalones más bajos de la profesión eclesiástica, que su padres consideraron una degradación de clase social. Guiado por su fervor y por su necesidad de estar cerca de la austeridad y el sufrimiento, decide irse a predicar hasta la tierra negra del Borinage belga, una región minera que perfectamente casa con el retrato realista hecho por Émile Zola en Germinal.
Allí se acercará por primera vez a los abismos de la locura hasta abrazar, a modo de precaria salvación, el arte, esta vez ya como artista en formación. Antes de eso, vivirá en el Borinage como un trasunto de Diógenes y de fraile franciscano y será internado por su padre en un manicomio del que escapará para volver a la tierra negra. Será entonces, cuando su hermano Theo, harto del sufrimiento y la vergüenza que Vincent estaba causando a su familia y en especial a sus padres, le recomienda que se dedique al arte para calmar su psique. Desde entonces y hasta su muerte Theo no dejará de darle constante apoyo económico.
Vincent nunca se sentirá confiado ni dueño de sí mismo. Volcará toda su pasión, toda su sensibilidad y sus deseos de reconciliación con el mundo y consigo mismo en el camino del artista, en el que su hermano quedará asimismo inseparablemente unido.
Diez años de lucha apasionada y dolorosa contra sus limitaciones y contra su entorno, que podemos conocer gracias magnífica biografía de Naifeh y White-Smith. Diez años que van desde el verano de 1880 hasta su muerte en verano de 1890. Y especialmente en los 30 meses, definitivos en la producción de su obra, que transcurren desde su llegada al sur a la ciudad de Arlés, huyendo de la confrontación con su hermano y del ambiente competitivo de París, donde buscaba encontrar un cambio al fracaso comercial que hasta el momento había supuesto su trayectoria.
Hasta aquí, podemos comprender los primeros 28 años de vida de Vincent y descubrir un ser observador, introvertido, que se sentía tranquilizado en la naturaleza pero también solo. Que anhelaba con nostalgia su infancia, la compañía de amigos que rara vez experimentó y la complicidad femenina que nunca tuvo. Un ser rebelde y cada vez más inadaptado, que bajó hasta los abismos para encontrar una salvación en su apasionada y tortuosa dedicación al dibujo y a la pintura, sin poder evitar recaer nuevamente en estas profundidades pero dejando a su paso una obra que se ha convertido en una historia única y extrema de arte y vida.
Aunque es el desarrollo de estos últimos años lo que más interesa a la historia del arte, no podríamos comprenderlos sin conocer los factores formativos que incidieron en el desarrollo psicológico y creativo de Vincent. Y tampoco entenderíamos adecuadamente una de las fuentes por las que tenemos un conocimiento tan exhaustivo de su biografía: las célebres cartas que durante años envió a su hermano Theo.
La infancia de Vincent
El pequeño Vincent fue hijo del párroco protestante Theodorus Van Gogh y nació en 1853 en Zundert, un pequeño pueblo de los Países Bajos, en la provincia de Brabante, una región agrícola mayormente poblada por labradores que luego se convertirían una imagen simbólica muy presente para él. Vincent adoraba los brezales entre los que se crió, y desde que pudo hacerlo, con sensibilidad de naturalista, se acostumbró a dar largos y solitarios paseos por los campos de las afueras del pueblo. Durante toda su vida su familia ejerció una gran influencia sobre sus circunstancias. En primer orden educativa y sentimentalmente: el interés por el arte, por la lectura, las exigencias de cierta actitud de clase contra la que siempre se reveló, su admiración por la figura de su padre y su devoción por la de su madre. A pesar de ello, o precisamente por ello, su carácter le llevó a enemistarse con casi todos sus parientes, cada vez de forma más profunda con el paso de los años. Sólo su hermano Theo le animó y le apoyó en su carrera artística, tolerando su tumultuoso carácter.
Todo cambió a los 11 años. Los intentos del matrimonio Van Gogh de educar a su hijo en casa fueron infructuosos y decidieron enviar al pequeño Vincent al Colegio Provily. Este fue el comienzo de un exilio que duraría toda su vida. En muchos momentos de su vida deseó volver pero cuando lo hizo sentía rechazo de su familia, que constantemente le comparaba negativamente frente a su hermano, que si había sido capaz de lograrse un futuro sustituyendo su lugar:
Lo que definió la infancia de Vincent Van Gogh fue la soledad. «Mi juventud fue triste, fría y estéril», escribiría después. Cada vez más alienado de sus padres, hermanos e incluso de sus compañeros de clase y de Theo, buscaba con mayor frecuencia el bálsamo de la naturaleza, proclamando con sus ausencias lo que nunca diría en palabras: «Voy a refrescarme, a rejuvenecerme en la naturaleza».
En 1868, semanas antes de su decimoquinto cumpleaños, Vincent decidió regresar a casa por su cuenta sin haber terminando el curso ni su educación secundaria. Meses después su padre volvió a enviar a su hijo lejos de casa, a la ciudad de La Haya, esta vez para entrar a trabajar como aprendiz de oficinista en Goupil & Cie., la empresa dedicada a la comercialización de material de arte y reproducciones artísticas en las que su tío Cent era socio. Se inicia aquí un periodo de 8 años en los que, descubrió con emoción y entusiasmo el arte, la pintura y el dibujo, en los que parecía que Vincent había encontrado su lugar, pero poco a poco su escasa sociabilidad, su reticencia a integrarse en las costumbres y los códigos de su clase social, su dificultad para encontrar pareja, y su tendencia a frecuentar prostitutas, le fueron creando problemas. Como castigo, primero le alejaron aún más de su hogar, enviándole a las sedes de Londres, después a París, para ser finalmente despedido a los 23 años con vergüenza y oprobio de su familia.
En esa fecha se inicia un periodo de transición en la vida de Van Gogh, en el que por fin, empieza a seguir sus propios deseos, aunque de forma contradictoria e incierta, siempre temeroso de conseguir sus metas. Durante sus años en Inglaterra había prendido en él otra vocación que eclipsaría durante algunos años su interés por el arte: la vocación religiosa. Sin duda en ello había motivos de nostalgia, un deseo de emular al padre y de expresión de su propia angustia vital. Pero de nuevo aquí, la interpretación que Vincent hizo de la religión estaba profundamente reñida con la que tenían sus padres. Principalmente fue en contra de las exigencias de clase de su familia. Llegar a ser predicador como su padre exigía realizar los estudios de Teología durante varios años, lo que resultaba dudoso para un estudiante que ni había terminado la secundaria.
Entre los 25 y los 28 años persiguió esta aparente vocación, podemos pensar ahora, por razones equivocadas. Se dejó llevar por obsesiones personales en lugar de buscar una integración de sus preocupaciones en el contexto social que le rodeaba. Sin duda gracias a esto llegó a ser el Vincent que conocemos hoy. El ser que encontró en el arte su vocación vital definitiva pero también el que sólo supo seguir adelante luchando frenéticamente contra sí mismo, contra sus limitaciones y contra la respuesta de los demás.
Tras pasar un breve periodo en Amsterdam intentando seguir el camino que su familia esperaba preparando los exámenes de entrada a los estudios religiosos, su camino le llevó a la tierra negra, una región minera al sur de Bélgica para trabajar sin más como predicador y catequista.
Nada más llegar comenzó las clases de catequesis para los niños de la congregación. Les leía la Biblia, cantaban himnos y por la tarde visitaba a los enfermos. Se sentía intensamente inclinado a ser uno más junto a ellos, quería sentir sus mismas dificultades, pero esto no fue suficiente:
Al principio acudían muchos a escuchar los sermones que predicaba en francés, pero la asistencia disminuyó rápidamente. «Como no tengo ni el carácter ni el temperamento de un minero», decía Vincent, «nunca me llevaré bien con ellos ni me ganaré su confianza».
Empezó a comportarse de un modo extraño a los ojos de todos los feligreses de la comunidad, quería unirse a su miseria, demostrar que el también podía pasar por esos sufrimientos:
Vincent tenía la idea de que los mineros eran héroes cristianos y no admitía el victimismo. La miseria de éstos, como la suya, los acercaba a Dios. Necesitaban a Thomas Kempis, no a Karl Marx. No los exhortaba a rebelarse, sino a celebrar su sufrimiento, a regocijarse en la pesadumbre.
Quiso materializar este sufrimiento abandonado su habitación e instalándose en una choza:
Colgó sus grabados de las paredes de la choza y se fue sumergiendo más y más en su mundo privado, ayudando a los enfermos y heridos todos los días. Leía, fumaba y estudiaba la Biblia, también subrayaba su libro de salmos en las horas nocturnas. (…) [Algunos] miembros de la congregación consideraban que la choza era indigna de un predicador y se quejaban de la «folie religieuse» de Vincent. Éste se defendía citando a Kempis: «El Señor no tenía donde reposar su cabeza», pero sus acusadores lo consideraron una blasfemia.
Estos comportamientos llegaron al conocimiento de su padre que viajó al Borinage para hacerle entrar en razón, aunque en vano, pues la testarudez de su hijo lo hacía imposible. Vincent continuó comportándose así:
En cuanto su padre se fue del Borinage, Vincent retomó su fantástica y desafiante misión. En lo que un testigo calificara de «autosacrificio frenético» regaló la mayoría de su ropa, el poco dinero que había ganado y hasta el reloj de plata que ya quiso dar en otra ocasión. Usó su ropa interior para hacer vendas. (…) Dejó de asearse y calificó al jabón de «lujo pecaminoso». Pasaba cada vez más tiempo con los enfermos y heridos y se declaró dispuesto a «hacer cualquier sacrificio para aliviar sus sufrimientos».
Mantuvo su actitud durante un año más, hasta que inició un viaje a pie recorriendo más de 200 kilómetros, un nuevo peregrinaje sin un claro destino, que recordaba al que ya había realizado en su juventud, cuando abandonó el colegio y sus estudios para regresar a casa también caminando. Este viaje casi le mata. Finalmente Dorus tuvo que intervenir, no sólo con palabras:
Tras años de «desesperarse» por el futuro de Vincent, de calificarlo de «la cruz que nos ha tocado», Dorus había decidido tomar cartas en el asunto. Había decidido internar a su hijo en un hospital mental.
Sin embargo esto no fue suficiente:
En algún momento de esa primavera, Vincent, furioso, volvió a marcharse de Etten. Dijo a sus padres que «no quería saber nada más de ellos» y volvió al lugar de su perdición, el Borinage. Puede que intentara escapar al internamiento o quizá fuera la exigencia de su padre de que se quedara la que le hizo partir. Estaba convencido de que Dorus quería mantenerle oculto para que no arrojara más vergüenza sobre la familia.
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