
Los Diarios de John Cheever dejan traslucir su capacidad como narrador de sí mismo en medio de un mundo social y, en particular, familiar que se desmoronaba sobre todo a partir de su rol como escritor, esposo, amante y padre.
Quienes llevamos un diario, lo hacemos con el propósito de una revisión que vaya más allá del registro cotidiano de la vida. En este acto está la confianza de que tal mirar hacia atrás, o hacia delante, permitirá poner en perspectiva nuestro lugar en el mundo, muchísimo más allá de este “yo”que apela constantemente. Llevar un diario no es nada más un acto espéjico de vanidad, por más que se crea lo contrario con frecuencia. Un diario es el reconocimiento de que, aún en la traición inherente a la palabra, podemos ser capaces, muy brevemente, de recuperar cierta intimidad.
Es en este punto donde los Diarios del escritor norteamericano John Cheever, llevados por más de treinta años, adquieren una resonancia innegable. Porque en sus cuadernos, escritos a finales de los años cuarenta del siglo pasado y hasta mediados de los ochenta, se deja traslucir su capacidad como narrador de sí mismo en medio de un mundo social y, en particular, familiar que se desmoronaba sobre todo a partir de su rol como escritor, esposo, amante y padre. En su escritura notamos que estas no son categorías independientes, sino íntimamente vinculadas con su manera de estar en el mundo.
Cheever, nacido en Quincy en 1912, escribía cuentos para revistas y periódicos, entre ellos en The New Yorker con el cual mantuvo una intensa relación. Publicó también novelas, como Crónica de los Wapshot, El Escándalo de los Wapshot, Bullet Park o Falconer. Desde hace unos años están siendo reeditados sus cuentos y la saga de los Wapshot por Random House Mondadori. Fue también un escritor que dedicó mucho tiempo a los llamados géneros de la intimidad, en particular las cartas y los diarios.
El diario, esbozos de una autobiografía
Uno de los elementos fascinantes de los diarios de John Cheever es su manera de omitir las fechas en las entradas. Esto le brinda una apariencia de proyecto vital a estas páginas, como si se tratara de una autobiografía por fragmentos donde la misma naturaleza interrumpida obliga a preguntarse por los vacíos en la vida del escritor. En este sentido, las notas de Rodrigo Fresán en la edición de Emecé hacen un gran trabajo en completar los pasajes oscuros. Si inicialmente el recorrido de Cheever por sus experiencias y las personas cercanas a él superan la anécdota para poner en perspectiva el sentido de lo vivido, las notas de Fresán van más allá porque ponen fecha y ubican a esa persona o esa obra particular dentro de toda la vida de Cheever.
Así, el libro se convierte en un adelanto muy detallado de los placeres y las preocupaciones de Cheever, que conjuga, para usar términos teóricos, las perspectivas diacrónica y sincrónica. Tenemos, a fin de cuentas, un compendio pormenorizado de una vida traducida en palabras. Y cuando decimos ‘traducida’, es porque incluso la traición presente en el traslado de la realidad a la escritura enriquece el ámbito de lo vivido. Estamos ante un diario que se plantea como meta minimizar eso-que-no-es-vida de lo escrito y volverlo palpable.
Son muchos los temas que atraviesan estos diarios del narrador norteamericano, desde entradas donde la vida cotidiana es aprovechada frontalmente como materia para la ficción, como reflexiones sobre su obra narrativa, sueños y recuerdos diversos. Porque creemos firmemente que un diario es muchísimo más que un cajón de sastre para que el escritor ejercite sus capacidades, ahondaremos en las otras aristas de este libro. El diario invita a adentrarse en lo inabarcable de la vida, en los entresijos de la rutina devoradora.
Las pequeñas decepciones volcadas en descubrimientos del alma
Mucho se dice que un diario es esa obra dormida al lado de los libros importantes de un autor. Cheever no es la excepción. Sus diarios fueron publicados póstumamente, cuando ya era un cuentista y novelista consagrado. Sin embargo, en sus cuadernos pervive esta sensación de los diarios memorables: el día a día es traducido en una espesura entre las inquietudes y las casualidades de veinticuatro horas, hayan sido vividas o soñadas.
Anoche, al doblar la toalla de manera que se viera la inicial bordada (y después de leer un artículo de Zabel sobre Rimbaud), me pregunté qué hacía allí. Esta preocupación por el orden superficial, las flores, la pitillera reluciente, además de reflejar nuestra conciencia de los crueles trastornos sociales que nos rodean, nos permiten retrasar la comprensión de esos mismos trastornos, pasar por alto que nuestro pan está envenenado. No nací en una verdadera clase social, y desde muy pronto tomé la decisión de infiltrarme en la clase media como un espía para poder atacar desde una posición ventajosa, sólo que a veces me parece que he olvidado mi misión y tomo mis disfraces demasiado en serio [pág. 38].
Estamos ante una escena donde el escritor se pregunta por esta máscara que viste tan bien; la misma que se confunde entre los adornos de una casa y el orden metódico de una ama de casa adoptado por sus co-habitantes. En manos de Cheever, la cotidianidad es una mitología de las carencias profundas en una sociedad, de las cuales ni siquiera él está exento, a pesar de su «posición ventajosa». Él aprovecha el diario como el espejo necesario para desestabilizar las certezas de una rutina adormilada, repleta de comodidades cada vez más absorbentes, como le ocurrirá a él mismo a medida que los años se desplazan entre las bebidas, las y los amantes, y su matrimonio tan complejo.
Los placeres con los que Cheever convive no son entregas despreocupadas y excesivas al alcohol o al sexo. Son muletas aprovechadas por él para hablar de sus carencias, de sus rutinas enfermizas escarbando en dinámicas que reclaman atención. Pero no por enfermizas, el diarista las vuelve estigma. Registra los excesos. Saca cuentas desde la primera hora en que consume licor hasta las horas en las que vuelve a la botella. Pero esto es una matriz para observar, a través de este cristal, el retrato familiar, entre fallido y complaciente, que se sostenía en su casa. Fácil es referir una doble vida. Cheever sopesa ambas. Intenta tender a la vida familiar, pero el alcohol y la bisexualidad lo llaman de tal manera que las concesiones de sus familiares son evidentes.
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