‘Glosa’ de Juan José Saer

La fuente de Glosa (1985), de Juan José Saer, es sencilla: se resume en la pregunta «¿qué pasó en el cumpleaños del poeta Jorge Washington?». La respuesta se presenta con capas y capas de intensidad, con la fractalidad de los cristales, hipnóticos y fascinantes.

Imagine usted que por algún azar puede observar un cristal durante el tiempo que demora en formarse. Se sabe que los cristales, durante su crecimiento, dan lugar a figuras fascinantes, formas que, si bien en su expresión más elemental pueden ser muy simples, alcanzan configuraciones complejas.

El efecto ha de ser hipnótico. Algo similar ha de suceder, o al menos le sucedió a este lector en particular, durante la lectura de Glosa, de Juan José Saer: Glosa es una novela de una riqueza extraordinaria que se va desplegando con la parsimonia de los cristales, en una arquitectura igual de asombrosa.

Publicada en 1985, Glosa se funda, como dijimos, en una intriga sencilla y bastante intrascendente. Esa intriga elemental se despliega en una escena sin pretensiones: dos conocidos se encuentran en la calle y conversan durante 21 manzanas, en una caminata de no más de una hora.

Juan José Saer, la experiencia y las expresiones cristalizadas

Mientras cruzan, el Matemático condesciende a retomar, sin mucha convicción, la lista de nombres que traen pegados, en el reverso, expresiones y recuerdos inamovibles y simplificados: Roma, se la imaginaba de otra manera; Viena, todos sus habitantes parecen creer en el análisis terminable; Florencia, también ellos pintaban lo que veían; Aviñón, un calor matador; Ginebra, la chacra asfaltada; Londres, un problema de alojamiento y unos manuscritos en el Museo Británico (…)

El Matemático es uno de los protagonistas. Cruza, en compañía de Ángel Leto, el otro protagonista, una de las transversales de la céntrica Avenida San Martín de la ciudad de Santa Fe, una importante capital de provincia argentina. Acaban de encontrarse casualmente y la enumeración busca satisfacer la pregunta, un poco protocolar, que su compañero de caminata le ha hecho a propósito de su reciente viaje a Europa. La lista surge varias veces a lo largo del relato, casi automática, ritual, como una cantilena. El narrador nos hará saber que el Matemático se sentirá ante ella, cada vez, un poco enajenado:

«No, hablando en serio ahora», dice el Matemático, «es una experiencia que se debe hacer» -y lo que él llama experiencia son esos recuerdos que, aunque frescos y coloridos, no son más accesibles a su propio ser que un paquete de tarjetas postales de Amsterdam, de Viena, de Capri, de Cadaqués, de San Gimignano. Siena es una imagen rojiza, elevada en la bruma caliente del amanecer; París, una lluvia inesperada; Londres, un problema de alojamiento y unos manuscritos en el Museo Británico (…)

No deja de ser paradójico que una novela que indaga esta cuestión digamos que bastante acuciante, la de qué tan accesible o no puede resultar la propia experiencia al través de las palabras que la evocan, traiga a su vez pegadas una serie de expresiones “inamovibles y simplificadas” que la explican pero, al mismo tiempo, la pierden. Digámoslas de una vez, ya que una simple búsqueda en Google nos las trae rápidamente, en incontables variaciones:

  1. Glosa, una novela sobre el hecho de narrar;
  2. Glosa, avisa en el título de qué va;
  3. Glosa, no importa “qué” se cuenta sino “cómo” se lo cuenta;
  4. Glosa, una intriga sencilla e intrascendente
  5. Glosa, un homenaje al Banquete de Platón (o al Ulises de Joyce, o a los dos);
  6. Glosa, la fascinación por el lugar común, la frase hecha, los estribillos, el lenguaje hecho objeto;
  7. Glosa, o la imposible narración de lo vivido;
  8. Glosa, ejemplo de los recursos narrativos de la analepsis y la prolepsis…

Repetida que ha sido la enumeración, la cual, como la lista de ciudades del Matemático, sin dejar de ser cierta falla en dar fe, ¿qué nos queda?

La historia, la escena, la glosa

Leto -Ángel Leto, ¿no?-, Leto, decía, ha bajado, hace unos segundos, del colectivo, en la esquina del bulevar, muchas cuadras antes de donde lo hace por lo general, movido por unas repentinas ganas de caminar, de atravesar a pie San Martín, la calle principal, y de dejarse envolver por la mañana soleada en lugar de encerrarse en el entrepiso sombrío de uno de esos negocios a los que, desde hace algunos meses, les viene llevando, con paciencia pero sin entusiasmo, los libros de contabilidad (…)

Tenemos entonces una escena que se desencadena por capricho y se consolida por azar: uno de los protagonistas, Ángel Leto, sin saber a conciencia ni siquiera él mismo la razón, se ha bajado inopinadamente del bus que lo lleva a su trabajo y decide seguir su recorrido a pie.

Luego, por absoluta casualidad, se encuentra con el segundo protagonista, el personaje apodado El Matemático. Para cuando ambos personajes se encuentran, han pasado no pocas páginas y se han expuesto señales importantes acerca del dispositivo de la novela. En esa extensión de papel, en la que sin embargo han transcurrido en la historia unos pocos minutos y Ángel Leto no ha llegado aún a la mitad de la segunda cuadra de su caminata, el narrador saeriano, fugándose a través de los pensamientos o los estados inconscientes del caminante, de los que tiene un conocimiento aún mayor que el propio personaje, ha hecho ya sus primeras anotaciones al margen: nos ha empezado a contar la historia de Leto, de su madre, de su padre. Empezamos a entender por qué la novela lleva el título que lleva: como las glosas que, tal cual informa servicial el diccionario, aclaran o explican un texto principal, el narrador apuntará anécdotas que expanden lo que nos cuenta:

(…) nada ni nadie en el mundo podría decir por qué Leto, esta mañana, en lugar de ir, como todos los días, a su trabajo, está ahora caminando, indolente y tranquilo, bajo los árboles que refuerzan la sombra de la hilera de casas, por San Martín hacia el Sur. Él, que ha sufrido tanto, ha dicho, durante el desayuno, su madre, y después, al quedarse solo, Leto ha agarrado su segunda taza de café y ha ido a tomársela al patio trasero. Ese, El que sufrió tanto, se ha borrado de sus representaciones, mientras se pasea por el patio florecido y exiguo, en cuyos rincones de sombra, pasto y plantas, macetas y canteros han seguido manteniendo la humedad del sereno, pero la totalidad de su cuerpo y sus prolongaciones impalpables conservan todavía la repercusión frágil y distraída. Es tal vez la sombra húmeda y reconcentrada que persiste al pie de las casas, en la calle principal, o esa mezcla de humedad y brillantez que muestra la fronda en primavera y que es visible en algunos jardines delanteros, lo que le hace presente otra vez a Leto la expresión de su madre, en su doble acepción de cara y de frase hecha.

(A los fines de honrar la lista que elaboramos más arriba, valga decir que esto es lo que técnicamente recibe el nombre de “analepsis”: hacer que el relato salte a momentos que corresponden al pasado de la acción que se venía contando; saltar al futuro de la acción es lo que se llama “prolepsis”; ambos recursos son utilizados en Glosa.)

El cómo, mas no tanto el qué: la prosa fascinante de Juan José Saer

En estos pocos pero inevitablemente extensos párrafos que he transcrito hasta aquí ya pueden apreciarse algunos rasgos de la prosa de Saer: cierta manera o ritmo que evoca la oralidad, pero, también, un uso de estructuras sintácticas complejas que sólo son posibles en el texto escrito.

Esa prosa de párrafos largos, intrincados, tuvo en este lector el efecto de la música y los movimientos del encantador de serpientes, ese gesto en vaivén que retrasa indefinidamente el fin del embrujo. Hay algo en la frase saeriana que suspende el tiempo por la vía expeditiva de suspender el aliento: un objeto o tema se presenta y comienza inmediatamente un ciclo larguísimo, una pirueta interminable, que luego de incisos, subordinadas, complementos, hipérbatos vertiginosos, llega a su predicado, o a su consecuente, o encuentra al fin un cierre de algún tipo que había permanecido aplazado como el aterrizaje del acróbata que gira en el aire impugnando la gravedad. A Saer se lo lee en apnea:

Es, como ya sabemos, la mañana: aunque no tenga sentido decirlo, ya que es siempre la misma vez, una vez más el sol, como la tierra, al parecer, gira, ha dado la ilusión de ir subiendo, desde esa dirección a la que se le dice el Este, en la extensión azul que llamamos cielo, y, poco a poco, después del alba, de la aurora, ha llegado a estar lo suficientemente alto, en la mitad de su ascenso pongamos, como para que, por la intensidad de eso que llamamos luz, llamemos, al estado que resulta, la mañana –una mañana de primavera en la que, otra vez, aunque, como decíamos, es siempre la misma vez, la temperatura ha ido subiendo, las nubes se han ido disipando, y los árboles que, por alguna razón, habían perdido poco a poco sus hojas, se han puesto a reverdecer, a dar flores otra vez, aunque, como decíamos, es siempre la misma, ¿no?, como decía, la llamamos “una”, porque nos parece que ha habido muchas, a causa de los cambios que nos parece, a los que damos nombres, percibir–, una mañana de primavera, luminosa, que ha venido formándose desde tres o cuatro días atrás, a partir de las últimas lluvias de septiembre y octubre que han limpiado, en un cielo cada vez más tibio y transparente, los últimos rastros del invierno.

«¿En serio se puede escribir así?», me atrevería a afirmar que pensé en su momento. En esta evocación de hoy, advierto que he usado imágenes que refieren a las artes del circo. Quienes no pueden amar a Saer le reprochan un poco eso: ser demasiado alambicado, artificioso, acrobático. Va en gustos y temperamentos. Ahora bien, claro, hay acróbatas y acróbatas, y Saer es de los más refinados.

Hablé también de vaivén: la prosa de Saer se va a balancear permanentemente entre dos polos, por un lado la repetición obsesiva de algunos estribillos, fórmulas y frases hechas o coloquiales, y, del otro, la hipertrofia de las construcciones sintácticas más complejas y, en principio, “antinaturales”.

Hay algo en esta estrategia en vaivén que revela una intención: se trata de desenmascarar los automatismos de la lengua, de desbancar lo obvio, de no dar nada por supuesto. En definitiva (y volvemos acá un poco al principio), de impugnar la evidencia de cualquier relato acerca de eso que llamamos “experiencia”:

Sigue un silencio algo hosco, molesto para ambos, en el que hay tal vez decepción y no poco alivio, y que Isabel quiebra vaciando de un trago su taza de café con leche y masticando, ruidosa, su última tostada, y después vuelven las frases opacas y habituales a las que únicamente la entonación podría dotar de ambigüedad pero que salen de entre los dientes neutras y distraídas. También esas frases vienen, sin duda, de más lejos, más atrás, que la lengua, las cuerdas vocales, los pulmones, el cerebro, el aliento, del otro lado del depósito de experiencia nombrada y acumulada, del que, con manotazos de ciego, aunque creyendo sopesar, cada uno las retira y expele.

El otro lado del relato: la representación

Porque el problema complementario al de la expresión de la experiencia es, claramente, el de representarse esa experiencia cuando, ajena, nos es narrada.

Mientras lo escucha, Leto va poniendo imágenes en los nombres que resuenan en la mañana tibia, y esas imágenes, que forma con recuerdos heterogéneos salvados de experiencias dispares y sin relación real con los nombres que escucha, no son ni más ni menos pertinentes y satisfactorias que los recuerdos del Matemático, incapaces de volver más accesible la cosa aun cuando provengan de lo que el Matemático podría llamar su experiencia.

Saer detecta con precisión ese agujero negro que media entre lo vivido y el relato de lo vivido, y entre el relato y su representación. Podemos entonces agregar una frase más a nuestra lista: Glosa, una novela sobre el agujero negro entre la experiencia y la representación.

Entonces, la intriga

El Matemático ha cumplido en relatar su experiencia europea y pide reciprocidad; le pregunta a Leto: «¿Y por aquí como ha estado la cosa todo este tiempo?»:

Leto, dejando escapar mucho humo por los labios entreabiertos, de los que acaba de retirar, con dedos cuidadosos, el cigarrillo, responde: él ha visto poco a la gente; él sale poco; de esos tres meses, tiene poco y nada que contar.

Imaginemos un jugador que, desde hace un buen rato, tiene en su poder la carta que va permitirle ganar la partida pero que durante muchas vueltas no puede jugarla porque, de los otros jugadores, ninguna le da la ocasión de hacerlo; durante vueltas y vueltas, el jugador va tirando cartas inútiles, indiferentes, que no cambian para nada el curso de la partida, hasta que, de pronto, la combinación que necesita se forma sobre la mesa, permitiéndole lanzar, con euforia y decisión, la carta ganadora. La confesión retraída de Leto ha puesto al Matemático en esta posición superior.

-¿Cómo? -dice-. ¿No estuviste en el cumpleaños de Washington?

Entonces, el drama, porque es este el centro dramático por mucho que, tratándose de lo que se trata, la palabra parezca desmesurada, pasará aquí a otro nivel, otro plano, y se va a establecer como núcleo de la novela: el Matemático, como el Apolodoro platónico, tampoco estuvo en la celebración, pero dispone de un relato de primera mano. Unas semanas antes de su encuentro con Leto, en un viaje en balsa para cruzar el río, uno de los que sí estuvieron presentes, un personaje llamado Botón, la ha contado acerca de la reunión.

Ese nombre, o sobrenombre, mejor, Botón, aparece de vez en cuando en las conversaciones, pero a Leto no le evoca ninguna representación precisa, porque nunca ha visto a su titular. Le parece que es entrerriano, que estudia derecho, que fue dirigente reformista, que se lo ve mucho en vernissages y en conferencias, y que toca la guitarra. Tres o cuatro veces le ha oído pronunciar a Tomatis, hablando con un tercero, frases tales como: «Anoche lo encontramos a Botón que se caía en un bar de la Terminal», o, una vez, refiriéndose a una pintora: «Botón le baja la caña». Pero Leto nunca lo ha visto. A decir verdad, cuando oye el sobrenombre, lo primero que se representa es un verdadero botón, un botón negro con cuatro agujeritos en el centro, y recién después de una corrección rapidísima empieza a ver la imagen de una persona, un tipo de pelo lacio y piel oscura, picado de viruela, que no corresponde a ningún recuerdo pero que llena, con su aparición servicial, la ausencia de experiencia.

Todos los temas de la novela aparecen una y otra vez, como dijimos al principio, con la fractalidad de los cristales, hipnóticos y fascinantes, cambiando de faceta, reflejando otra luz.

Glosa, una novela con capas y capas y más capas de intensidad

Estamos cerca de la página 20 y aún quedan una veintena de cuadras y apenas un poco menos de los cincuenta minutos que durará la conversación.

En lo que resta de la novela, sabremos quiénes participaron de la fiesta y quienes no estuvieron pero son recordados como si hubieran estado. Sabremos que en la fiesta se discutió acerca de la facultad de los caballos de tropezar, y que se propuso como contraejemplo el comportamiento de los mosquitos. Veremos al Matemático congelarse de pánico ante la posibilidad de que su inmaculada indumentaria resulte manchada por el roce de un automóvil. Veremos las sombras de la represión y a Leto morder una pastilla de veneno…

Seremos aún testigos de algo así como un “satori”:

Por alguna razón que ignora y en la que, por supuesto, no está pensando, los recuerdos y los pensamientos de Leto se interrumpen y Leto ve la calle, los árboles, el edificio del diario, los autos, el Matemático, el cielo, el aire, la mañana, como una unidad nítida y viva, de la que él está un poco separado pero bien presente, en todo caso en un punto justo y necesario del espacio, o del tiempo, o de una sustancia, fluido o lugar sin nombre que es sin duda el óptimo, y en el que todas las contradicciones, sin que lo haya pedido, ni siquiera deseado, benévolas, se borran. Es un estado novedoso y placentero, pero la novedad no viene de la aparición de algo que no existía antes, sino de un aumento de evidencia en lo ya existente, y el placer, por su parte, no proviene de ningún deseo gratificado sino de una fuente desconocida. Es difícil decir si la perfección viene de Leto o de las cosas, pero de pronto, viendo avanzar, erguido y blanco, al Matemático entre las partes traseras de los dos autos que se alejan en dirección contraria, Leto empieza a ver el conjunto, con el Matemático incluido, no como autos, ni árboles, ni casas, ni cielo, ni seres humanos, sino como un sistema de relaciones, de cuya creación no es sin duda ajena la combinación de movimientos diferentes, el Matemático hacia adelante, los autos cada uno en sentido distinto, las cosas inmóviles cambiando de aspecto y lugar en correspondencia con las que se mueven, todo en proporción perfecta y casual sin duda, de modo tal que, viviéndolo, o sintiéndolo, o como deba llamarse a su estado, pero sin pensarlo, Leto experimenta una alegría súbita, franca, de la que no sabe que es alegría y que acompaña, agudizándolas, sus percepciones.

Porque son todavía muchas las cosas que se pueden decir sobre esta novela. Podríamos hablar de la tensión entre pensar y no pensar, entre poner en palabras y saber sin formalizar. Podríamos aún hablar del contraste entre la minuciosidad analítica con que se descomponen secuencias de acciones banales y la perentoriedad ejecutiva con que se despachan acontecimientos trascendentes. Podríamos enumerar los tropos insistentes (el relente, la misma vez, el lugar, el carácter pantanoso del alma). Podríamos subrayar todos los momentos en que el narrador nos interpela directamente y se pone en evidencia. Podríamos hablar de la analogía inocultable entre algo que se observa sobre el final de esta novela y la escena que establece el principio de otra, manifiestamente admirada por Saer. Podríamos hablar sobre el lugar de esta novela y sus personajes en el “universo saeriano”. Podríamos muchas cosas. Pero ya hemos escrito demasiado y, tal vez, sea más apropiado dejar esas cosas para conversaciones en las que hubiera vino de por medio.

Hasta aquí, me gustaría haber sido capaz de comunicar un entusiasmo. Es que, en estos tiempos en que la publicidad y el periodismo parecen haber entronizado como ideal de comunicación eficiente, la sintaxis llana y directa y un orden para el relato fluido y sin sobresaltos, es pertinente la pregunta: ¿para qué abordar la lectura de una prosa barroca, fragmentada, tronchada en sus partes, barajada y vuelta a mezclar, llena de, como se ha dicho, comas, incisos y subordinadas, de ritmo quebrado y vertiginoso, reino del hipérbaton, pero, al fin y al cabo, y sin lugar a dudas, perfectamente gramatical?

La respuesta es, para mí, como diría el filósofo, clara y distinta: como lectores, frente a una prosa así, no nos queda otra más que volver a prestar atención.

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