‘La ciudad’ de Mario Levrero
Un hombre está en una casa nueva y poco hospitalaria. Anochece, amenaza tormenta y faltan vituallas. Decide salir a buscar un almacén. Eso es todo lo que necesita Mario Levrero para poner a andar una máquina de movimiento perpetuo.
Desbocado. Algo completamente autónomo pero libre de propósito o destino está suelto, en marcha, imparable, algo que empuja siempre hacia adelante. Y a causa de eso que se pone en acción, el lector de La ciudad, del uruguayo Mario Levrero, comienza a recorrer no sólo el espacio sino, y especialmente, el registro de las sensaciones.
Mario Levrero, un escalón antes (o después) de la angustia
Inadecuación, tal vez, sea la primera y la más palmaria de estas sensaciones. La novela empieza así:
La casa, al parecer, no había sido habitada ni abiertas sus puertas y ventanas durante muchos años.
El interior estaba en orden, aunque adecuado al gusto y necesidades de los anteriores habitantes -equivalente, para mí, a un desorden-. Pero, quiero decir, no había objetos tirados en el suelo, y los muebles, en lugares que si bien podrían no ser los indicados para mi comodidad, no estorbaban el paso, ni ocupaban posiciones sin sentido (como suele ocurrir, de encontrar una mesa de luz con la puerta vuelta hacia la pared, o una cómoda colocada de tal modo junto a otro mueble que resulta imposible abrir los cajones).
En el segundo párrafo de su novela, Levrero nos advierte algo: nada está manifiestamente fuera de lugar, nada es extraño o anormal, sin embargo… ese orden es «adecuado» a gustos y necesidades ajenos y por lo tanto, en lo que al narrador concierne, «sin sentido», arbitrario.
Hay en la novela un episodio especialmente revelador respecto de esta inadecuación. El personaje recibe instrucciones para llegar a un determinado cuarto de un edificio que resulta enorme y laberíntico. Las instrucciones son complejas:
(…) entré por el portal que está inmediatamente debajo de la ventana, que no tiene llave; luego continúe por el corredor, que es muy largo. Está oscuro, pero no tema, porque no hay escalones hasta mucho más adelante. Con la mano derecha, debe ir rozando la pared; tocará tres aberturas, que corresponden a tres corredores que se abren hacia la derecha; pero debe seguir el tercero, ignorando los otros dos. Debe ir rozando la pared izquierda, esta vez; al llegar a una segunda abertura, debe doblar a la izquierda, pero teniendo cuidado porque es una escalera. No le recomiendo que encienda fósforos u otra clase de luz; le puede traer problemas. Contará cuarenta escalones, separados por tres descansos; en cada uno de esos descansos, debe torcer a la derecha, pues la escalera tuerce; si sigue derecho se perderá, puesto que hay otros corredores y escaleras (…)
Cuando el narrador emprende el recorrido y llega al punto de la escalera, descubre un ligero desfasaje:
(…) me olvidé de contar ese primer tramo de escalones; subía, por lo tanto, con precaución, para no dar un paso en falso. Al llegar al primer descanso torcí hacia la derecha y continué subiendo, esta vez contando los escalones, lo que me permitió mayor rapidez; pero, o bien los escalones eran once, o había contado mal, ya que tuve un tropiezo al llegar al segundo descanso. Quedé un momento sin respiración.
Volví a doblar, siempre a la derecha. Esta vez conté con sumo cuidado, y los escalones eran realmente once. Esta comprobación me hizo vacilar, dudar del resto de las instrucciones (…)
Toda la novela es impulsada por esos ligeros desajustes, ninguno de ellos demasiado grave. Nada se encuentra abiertamente fuera de lugar, nada resulta anti o super natural, pero todo se ubica un poco más acá, un poco más allá, un poco antes, un poco más tarde, del momento, lugar o circunstancia donde hubiera sido esperable, o deseable, o «adecuado».
Y esos pequeñísimos desfasajes, como esa diferencia de un sólo escalón en la cuenta de peldaños de una escalera, no sólo condicionan la acción sino que alimentan en el lector una sensación que abarca a todas las demás, y que, justamente a causa de este finamente calibrado dispositivo, no llega a ser angustia, pero es al menos un persistente malestar.
Una trama compuesta de desvíos
Digamos: como un sueño donde nada sustancial de la realidad se ha alterado pero que sin embargo reconocemos como un sueño por algunas pequeñas anomalías. Justamente por eso resulta pesadillesco, mas no tanto como para hacernos despertar. En esa delgada línea se balancea la acción.
Pero la novela recién empieza y aún falta mucho para que el personaje se encuentre contando peldaños en una escalera oscura. Nuestro narrador está todavía en la casa, y a pesar de que amenaza tormenta y se acerca la noche, decide salir a buscar un almacén que cree recordar en las cercanías.
Sale, y, fatalmente, la lluvia se desata y cae la noche.
A menudo salía del camino, o metía los pies en charcos. Resolví quitarme zapatos y medias, que, empapados, servían sólo de estorbo. El impermeable tampoco tenía ya ninguna utilidad; el agua, con su persistencia, se colaba por todas partes, hasta en el interior de los bolsillos.
Luego intenté el regreso, dejando de lado por completo la idea del almacén; la única idea que cabía, en esas condiciones, era encontrar un refugio, escapar de la lluvia lo más pronto posible. Pero la oscuridad, y los resbalones y las caídas -especialmente las que sufría al salirme del camino- me habían desorientado, y seguía andando sin saber si me acercaba o me alejaba de la casa (…)
Nuestro protagonista se ha perdido y observamos aquí un fragmento de una cadena de desvíos respecto de un objetivo simple. La estructura elegida para el relato es tal que, al nivel de los episodios, nunca se llega a un momento de resolución. La consumación que los hechos preanuncian (encontrar el almacén, en primer término; volver a la casa, luego) se vé sistemáticamente pospuesta o interrumpida por alguna bifurcación que se interpone en la recta llegada al final, como si en una pieza musical se prolongara indefinidamente el acorde dominante.
La diferencia entre nadar y mantenerse a flote
Como lo expresáramos al principio, una máquina de movimiento perpetuo está desencadenada y nuestro personaje sigue caminando, más por desesperación que por sentido práctico. Verá al cabo un camión acercarse por el camino, lo detendrá, y pedirá subir:
–Por favor -exclamé-. Permítame subir, lléveme a alguna parte.
No hubo una respuesta inmediata; me pareció oír una discusión, aunque el ruido del motor -que el chofer mantenía acelerado- no me permitía escuchar las palabras. Al fin se oyó una gruesa voz:
–¡Suba!
Sonó como una orden.
«Alguna parte». Cuando uno no sabe a dónde va, inevitablemente llegará ahí, dice un aforismo con sabor a paradoja. Pero antes, el narrador deberá acomodarse en la cabina, donde además del conductor viaja también una mujer. Esta mujer, en especial, le resultará perturbadora:
Pronto, mi atención fue reclamada por un extraño movimiento de la mujer, lento y continuo. Con sorpresa tuve que reconocer que se estaba deslizando, pacientemente, hacia mi lado.
En un principio, pensé que trataba de acomodarse, y me apreté todo lo que pude contra la portezuela. Como respuesta obtuve, de inmediato, un violento y agudo pellizcón en el brazo derecho, que me hizo retorcer en silencio.
Mientras tanto, seguía parloteando contra mí, describiendo todos los daños que mi ropa mojada le causaba al tapizado (que, por otra parte, me pareció en muy malas condiciones; un resorte se me clavaba en la espalda y otro en una nalga, y cuando trataba de cambiar de posición siempre aparecía un nuevo resorte para mortificarme).
Y mientras hablaba, acercó su pierna desnuda contra la mía, a pesar de que los pantalones estaban empapados (…)
El protagonista, que quería volver a la casa, terminará pasando toda la noche en el camión. No es difícil imaginar que, por muy lentamente que pueda desplazarse un camión en la ruta, habrán recorrido varios cientos de kilómetros (tal vez convenga recordar a nuestros lectores no rioplatenses una característica de los paisajes de estas regiones sudamericanas en las que es imposible no pensar al leer la novela: la inmensa, vacía, interminable llanura). Claramente, nuestro protagonista no sólo no ha regresado a la casa donde comenzó su relato, sino que se ha alejado muchísimo, prácticamente sin oponer resistencia. Ese es un rasgo notable del personaje: el narrador protagonista acepta el caprichoso devenir de los acontecimientos sin una queja, sin el más mínimo asomo de rebeldía o lucha:
–Aquí termina el viaje.
Nada había cambiado en el paisaje. Nada hacía suponer que habíamos llegado a destino. Deduje entonces que el viaje había terminado sólo para mí, y me dispuse a bajar. Así era, sin duda, porque el motor seguía en marcha, y ninguno de ellos parecía pensar en descender. Tomé mis zapatos y mis calcetines, que había dejado en el piso de la cabina, así como el impermeable, abrí la portezuela y, antes de saltar fuera, dije alguna palabra de agradecimiento que de inmediato me pareció ridícula.
Las cosas pasan, y nuestro personaje parece observarlas como quien, valga la expresión, mira llover (o como quien escucha pasar un camión, ya que estamos, y para poner el peculiar inicio de esta novela en relación con esas dos expresiones populares de la resignación o la falta de atención). No le faltará curiosidad, y a veces expresará incluso asombro, pero prácticamente no luchará. La imagen es la de un nadador arrastrado por la corriente cuya preocupación no es dirigir el curso sino mantenerse a flote.
Entonces, así, «sin que mediara ninguna señal previa de advertencia», dice el propio narrador, el camionero ha establecido el fin del viaje y el protagonista se encuentra solo en medio de ningún lugar, resignado a su nueva, insólita y bastante absurda situación.
La ciudad, una novela adversativa
Reformulemos lo que sabemos hasta ahora, que no es sino el comienzo de la novela: el narrador está en una casa poco hospitalaria (a la cual, por cierto, no sabemos cómo ni por qué llegó) y decide salir a proveerse de alimentos. Pero una tormenta lo desvía de ese objetivo: se pierde en el camino. Decide regresar y pide auxilio a un camión que pasa. Pero el camionero lo lleva en viaje durante toda la noche. Espera llegar a «alguna parte», pero sorpresivamente, el camionero da por finalizado el trayecto en medio de, como reza la expresión, «ninguna parte». Hasta aquí, se trata de una frustrante cadena de desvíos.
¿Puede componerse una novela alrededor del adversativo “pero”? Tal pareciera la pregunta que Levrero se ha empeñado en responder.
La puerta se volvió a abrir y la mujer bajó apresuradamente.
-¡Ahí la tiene! –me gritó el camionero, asomando su gran cabeza por la ventanilla de nuestro lado, para lo cual tuvo que tirarse a lo largo del asiento–. Si no estuviera cumpliendo una delicada misión oficial, en la cual llevo, por otra parte, bastante retraso por culpa de ustedes, y si el reglamento no lo prohibiera expresamente, estén seguros de que no se librarían de una buena paliza (…)
¡Pero! El hombre, que por un momento se vió solo en medio de ningún lugar, descalzo, todavía mojado, perdido y sin referencias, se encuentra de pronto acompañado por una mujer que durante toda la travesía en el camión le había manifestado señales abiertamente contradictorias.
Emprenderán la caminata en la misma dirección que llevaba el camión («ya sabía lo que había atrás; nada -apenas un paisaje monótono y vacío», reflexionará el narrador).
Levrero compone una nueva escena: un hombre y una mujer solos, en medio del campo, sin comida ni agua, a pie. Tendrán lugar, por supuesto, conversaciones y recriminaciones; la mujer se hará cargar, exigirá comida, y, finalmente, tendrán una aproximación sexual. Pero.
–¿Sabes? –me dijo con voz mimosa y compungida–. No quiero hacer el amor aquí, en la carretera. No me gusta. Sigamos caminando. Mi casa está cerca, y allí estaremos tranquilos. Podrás descansar, y te lavaré la ropa, y te daré de comer. Y, si quieres, puedes quedarte a vivir allí, conmigo.
Yo creo que este es uno de los momentos más sorprendentes de esta novela (una novela a la que no le faltan momentos sorprendentes). Y también un punto donde cierta clave se expresa: se hace una especie de promesa, una promesa que no sólo tiene que ver con la consumación del sexo, sino, además, con el establecimiento de un orden doméstico. Ante esta situación, el propio narrador se encargará de expresar el asombro, pero, sobre todo, la incredulidad. De pronto pareciera que no están perdidos en medio de ninguna parte, sino que están cerca de la casa de esta inexplicable mujer.
–¿No me crees? Vamos a caminar un rato más. Mira el reloj: verás que antes de media hora llegaremos a un camino que sale de la carretera, sobre el lado izquierdo. Ese camino lleva a mi casa; no es tan lejos, pero hay que caminar. Cuando lleguemos tendrás tu recompensa. No lo dudes.
¿Recuerdan las instrucciones para llegar a cierto cuarto de una casa enorme y laberíntica que mencionamos al principio? Todavía no llegamos a esa escena, pero aquí, en esta otra, anterior, en medio del campo, se esboza por primera vez una cierta idea de “instrucciones para conducirse en un laberinto”. Claro, estamos al aire libre, y tal vez no asociemos esa escenografía con un laberinto, mas sin embargo, aún a la intemperie, los personajes están en una situación a la que le buscan una “salida”.
La reacción del protagonista será de desconfianza, pero al cabo de andar, un sendero se abrirá a la izquierda otorgando veracidad (y confiabilidad) a los dichos de la mujer. Nuestro narrador relaja sus prevenciones y acepta que tal vez pueda estar llegando a alguna parte.
–¿Cómo se llama el pueblo donde vives?
–No vivo en ningún pueblo –repuso, y siguió caminando en silencio.
–Entonces –insistí–, ¿este camino lleva directamente a tu casa?
–No –respondió, con cierto fastidio–. Hay un pueblo antes de llegar a mi casa. Es muy pequeño, ni siquiera sé si tiene nombre.
Como se ha dicho, en esta novela de Mario Levrero, nunca es directo el camino que va del punto A al punto B.
Kafka en el Río de la Plata
No tardamos en llegar.
Aquello, en realidad, no llegaba a ser un pueblo; no sabría cómo llamarlo. Diría que era, más bien, una gran estación de servicio, muy atractiva y de colores relucientes, rodeada de unas pocas casas viejas, agrupadas allí como al azar.
(…)
Me pregunté de inmediato qué sentido podía tener una estación, lejos de la carretera, en un pueblo miserable, al que se llegaba por un camino en pésimas condiciones; pero ya no quería razonar en vano (…)
Inadecuación, arbitrariedad, postergación. El pueblo (insólito) al que los caminantes han llegado no es sino La ciudad que da título a la obra y el lugar donde nuevos personajes darán curso a toda otra cadena de hechos.
Publicada en 1970, La ciudad es la primera novela de un jovencísimo Mario Levrero. En ella, el autor plasma su admiración por Kafka, autor del cual, para que no quepan dudas, cita un pasaje como epígrafe a la novela.
Fiel al dispositivo que se ha planteado, Levrero no dará a su protagonista, ni siquiera al llegar a La ciudad, descanso: técnicamente, es un hombre libre; no está encerrado, pero aún así resulta una especie de prisionero, porque la sucesión caprichosa de acontecimientos le impiden, en forma sistemática, alcanzar una auténtica consumación. Desarraigo, precariedad, impotencia, son otras tantas sensaciones que se acumulan para componer una especie de emoción de conjunto: desasosiego. Y no pasemos por alto la misión mencionada al pasar por el camionero, la existencia de un reglamento, la amenaza de castigo. El dispositivo es manifiesta y deliberadamente kafkiano.
Pero Mario Levrero es rioplatense, nacido en Montevideo en 1940. A continuación de La ciudad, escribirá otras dos novelas breves. Con los años, Levrero comprenderá que estas tres primeras novelas suyas compartían, sin que se hubiera debido a un plan deliberado, rasgos temáticos y estilísticos. En el año 2008, estas obras inaugurales serán publicadas en un volumen triple que el mismo Levrero llamará Trilogía involuntaria.
Mas de momento estamos aquí, en La ciudad. ¿Llegará el protagonista a la casa de la mujer? ¿Qué personajes habitan el inexplicable pueblito? ¿Qué había al final de aquella escalera que tenía más escalones que lo anunciado? ¿Qué pasa si desplegamos un dispositivo kafkiano en la interminable llanura rioplatense?
La invitación está hecha. Ustedes mismos deberán entregarse ahora a la deriva de La ciudad, de Mario Levrero.