‘Ponche de ácido lisérgico’ de Tom Wolfe

En Ponche de ácido lisérgico, el icono del periodismo Tom Wolfe ‘se hace uno’ con el movimiento contracultural hippie de finales de los años 60 y desmiente el dicho de «una imagen vale más de mil palabras».

Si Tom Wolfe hubiera escrito este artículo sobre Tom Wolfe habría pasado varias jornadas de trabajo con Tom Wolfe: asistiendo a su rutina de trabajo, conociendo a sus amigos y familiares, bebiendo la marca de whisky que el bebía y aprendiendo cómo hablaba. En el caso de que Tom Wolfe estuviera muerto, tal y como por desgracia sucede, el trabajo de Tom Wolfe habría sido aún más espectacular. Tom Wolfe se las habría apañado para recomponer, mediante declaraciones de todos aquellos que pudieran conocerle, los días y las noches de Wolfe, su carácter y sus referencias estilísticas (esto es de lo más sencillo, solo hace falta husmear qué libros están más cerca de uno, en la mesita de noche, en la estantería próxima al sillón de lectura), el modelo de máquina de escribir que usaba y los días que pasó escribiendo la obra, desde que anotó el primer dato para construir esta novela de no ficción, hasta el día que puso el punto, o la coma, final.

Yo, por desgracia, todavía no soy Tom Wolfe, así que para que todos sepáis de qué hablamos cuándo hablamos de Wolfe, os diré que Tom Wolfe murió hace pocos meses, en concreto el 14 de mayo de 2018, y que nació más de 88 años antes. En el mientras tanto, escribió, entre otras muchas obras las cuales en su mayoría –a diferencia de lo que ocurre con los autores que se suelen reseñar aquí, en Clave de Libros– fueron artículos para prensa o revistas especializadas como Rolling Stone o The New Yorker. Con esto cabe tener en cuenta que estamos ante la obra de un periodista. Uno excepcional, eso sí, que junto a otros valientes y sofisticados reporteros desarrolló un estilo de narrar la realidad que superó –en mi opinión, pero esto ya es cosa mía, con creces– aquel que en el siglo XIX los grandes maestros de la novela consiguieron imponer durante más de cien años: el nuevo periodismo.

Y es que si solo se pudiera escribir acerca de un solo aspecto de esta obra, sin duda, elegiría su estilo. Muchas veces, estamos acostumbrados a valorar un libro, una película o una historia de barra de bar, por lo que cuenta: ¿me siento identificado con uno u otro personaje?, ¿se desarrolla ahora o hace quinientos años? porque no me gustan las medievales, ¿o dentro de 6.980 años? porque a mi la ciencia ficción… Pero no seamos ingenuos. Las historias del ser humano son limitadas. Pueden ser más interesantes unas que otras, claro está, pero dos amigos pueden querer contarnos lo que les pasó ayer, a cada uno en una situación diferente que nosotros desconocemos (ambas). Pero estoy seguro de que antes de que empiecen a hablar, sabemos qué historia queremos escuchar primero porque nos interesa más.

Y eso es lo que pasa con Ponche de acido lisérgico y con cualquier obra de Wolfe de las que he tenido el placer de leer. Se habrán escrito muchísimas novelas y reportajes sobre el movimiento hippie en la costa oeste de los Estados Unidos, pero casi ninguno es memorable. Porque es una de esas experiencias que parece que no se pueden contar con palabras, que tienes que haberlo vivido, haber estado allí, para que cobre sentido. Pues Tom Wolfe en este libro, contra todo pronóstico, lo consigue. Esto hace que no sea un libro fácil, o un libro para todos los públicos, pero es un libro veraz, es un libro original y es un libro tan bien escrito que no tendría que contar la maravillosa historia que cuenta para que nos dignáramos a escribir hoy sobre él aquí. Pero lo hace.

Así que os resumiré la historia. Porque de lo que vamos a escribir hoy como si nos fuese la vida en ello es en cómo la cuenta Tom Wolfe, aunque (esto era un secreto) estoy seguro de que es así como realmente sabréis de qué iba el libro.

Poniéndonos a tono

Ponche de ácido lisérgico trata sobre Ken Kesey, uno de los escritores más icónicos de la contracultura de los años 60 y autor de –la reconocida por crítica y público como uno una de las mejores novelas del siglo XX– Alguien voló sobre el nido del cuco y sobre el grupo de vividores (lo de lunáticos o locos me suena un poco a mal doblaje de película americana) drogadictos y personajes que parecen sacados –literalmente– de una novela del propio Kesey. Y Neal Cassady, claro.

Estos lunáticos se dedican a vivir una experiencia aparentemente feliz y diferente en California, experimentando con drogas psicodélicas de manera compulsiva y conviviendo en una especie de comuna horizontal en la que realmente manda Kesey. Esta comuna en movimiento se llama a sí misma los Alegres Bromistas, y como podréis imaginaros, Ponche de ácido lisérgico es una sucesión sobrecogedora y cómica de acontecimientos que nos llevan a ver a los bromistas asistir a un concierto supermultitudinario de los Beatles en mitad de un cuelgue de LSD, una huida hacia delante a México entre speed, más LSD y marihuana para que a Kesey no le encarcelen en los Estados Unidos, varios viajes delirantes en un autobús pintado de colores fluorescentes con Cassady (sí, el que conducía sin parar en On the road de Kerouac, pero con quince años más de droga en el cuerpo) al volante, varias experiencias de convivencia trufadas de ¿adivinan? más y más LSD con los mismísimos Ángeles del Infierno cayendo en el juego de los Bromistas –ellos dirían jugando al juego– y varias lecciones vitales de Kesey, que finalmente acaba siendo encumbrado como ángel loco de la contracultura del final de los años 60, esa que cómo decía Hunter S. Thompson al inicio de su maravillosa revelación llamada Miedo y asco en Las Vegas:

San Francisco a mitad de los sesenta fueron una época y un lugar muy especiales para quienes los vivieron. Quizá significase algo, quizá no, a la larga… pero ninguna explicación, ninguna combinación de palabras o música o recuerdos puede rozar esa sensación de saber que tú estabas allí y vivo en aquel rincón del tiempo y del mundo. Significase lo que significase…

La historia es algo difícil de conocer, debido a todos esos cuentos pagados, pero aun sin estar seguro de la «Historia» parece muy razonable pensar que de vez en cuando la energía de toda una generación se lanza al frente en un largo y magnífico fogonazo, por razones que no entiende nadie, en realidad, en el momento… y que nunca explican, retrospectivamente, lo que de verdad sucedió.

Mi recuerdo básico de esa época parece anclarse en una o cinco o quizá cuarenta noches (o mañanas muy temprano) que salí del Fillmore medio loco y, en vez de irme a casa, enfilaba el gran Lightning 650 por el puente de la Bahía a ciento sesenta ataviado con unos pantalones cortos y una zamarra de pastor… y cruzaba zumbando el túnel de Treasure Island bajo las luces de Oakland y Berkeley y Richmond, sin saber a ciencia cierta qué vía tomar cuando llegase al otro lado (el coche se calaba siempre en la barrera de peaje, yo iba demasiado pasado para encontrar el punto muerto mientras buscaba cambio)… pero absolutamente seguro de que fuese en la dirección que fuese, encontraría un sitio donde habría gente tan volada y cargada como yo: de esto no había duda…

Había locura en todas direcciones, a cualquier hora. Si no al otro lado de la Bahía, por Golden Gate arriba, o hacia abajo, de 101 a Los Altos o La Honda… en todas partes saltaban chispas. Había una fantástica sensación universal de que hiciésemos lo que hiciésemos era correcto, de que estábamos ganando…

Y esto, creo yo, fue el motivo… aquella sensación de victoria inevitable sobre las fuerzas de lo Viejo y lo Malo. No en un sentido malvado o militar; no necesitábamos eso. Nuestra energía prevalecería sin más. No tenía ningún sentido luchar… ni por parte nuestra ni por la de ellos. Teníamos todo el impulso; íbamos en la cresta de una ola alta y maravillosa…

Así que, en fin, menos de cinco años después, podías subir a un empinado cerro en Las Vegas y mirar al Oeste, y si tenías vista suficiente, podías ver casi la línea que señalaba el nivel de máximo alcance de las aguas… aquel sitio donde el oleaje había roto al fin y había empezado a retroceder.

Rompiendo la costumbre hemos utilizado una cita no de la obra, si no de Thompson. Y por tres motivos: el primero es que Hunter S. Thompson escribió un monólogo impresionante, que retrata perfectamente lo que era aquella época, algo que nos viene francamente bien para explicar sin pecar de aburridos lo que sucede en la novela: el reflejo perfecto de esa época; el segundo aspecto viene relacionado con el primero, Hunter S. Thompson y nuestro Tom Wolfe se conocían. De hecho, en mi edición de la colección Compactos de Anagrama, uno de los epílogos a la obra está firmado por Thompson. Por último, el tercer motivo, íntimamente ligado a los dos primeros y a dos palabras que he mencionado anteriormente: nuevo periodismo. Y es que ambos escritores se cuentan entre las plumas más aventajadas de este estilo de entender la narración que queremos hacer protagonista en el día de hoy. Así, la primera cita para explicar el estilo y la temática de Ponche de ácido lisérgico no es de Tom Wolfe ni de Ponche de ácido lisérgico.

Y es que el nuevo periodismo es una forma de poner a la realidad frente a su propio espejo, ¿cómo?, ¿describiendo a fondo todos y cada uno de los relieves de aquella cómoda? No. Simplemente conociendo la realidad. Sabiendo que no se puede hacer periodismo sin las técnicas de ambientación de la novela ni se puede hacer ficción sin saber cómo funciona perfectamente el mundo que estás creando. Por ejemplo, Tom Wolfe, maestro incontestable del nuevo periodismo, cuando quiere mostrarnos un concierto de los Beatles lo hace así (y no como cualquier otro de los periodistas de la época):

Y de pronto es como si los Bromistas pudieran «meter» al universo entero en… su película… […]

Cuando un grupo de músicos se tira del escenario, la horda piensa ahora los Beatles, pero no son los Beatles quienes salen sino otros teloneros, y el mar de chicas se pone más y más impaciente y el griterío se hace más y más fuerte, y a Norman se le desliza en el cerebro -castigado por los crueles flashes– un pensamiento los pulmones humanos no pueden gritar con más fuerza pero cuando la voz anuncia: Y ahora, los Beatles, ¿qué es lo que debería pensar? Y ahí están saliendo a escena, ellos, John y George y Ringo y… el otro. (para lo que a estas alturas importaba, bien podían haber sido cuatro muñecas de vinilo importadas). El sonido que, a juicio de Norman, no podía hacerse más fuerte, duplica su intensidad y los tímpanos le vibran como metal aporreado en una forma y de pronto huoooooooooooouuuuuuu, es como si en la sala todo mudara: el sector delantero se convierte en una masa de jovencitas que se retuerce, que hierve, que hace ondear los brazos en el aire, una gran masa de brazos rosados y es todo lo que se puede ver en la sala, y es como un animal-colonia con millares de tentáculos rosados que se agitan… sí, como un solo animal múltiple que agitara sus miles de tentáculos rosados…

Ahora ya saben que es lo que le pedían al crítico musical de su periódico o web de cabecera. Y es que, muchas veces, los que mandan se equivocan, cuando creen que un concierto es algo musical. Es algo de la vida. Y lo importante no pasa encima, sino debajo del escenario.

Cómo todo. Porque si Wolfe tiene un talento es el de captar la vida tal y como sucede y expresarla con un lenguaje lo suficientemente rico y revolucionario a la vez como para transmitir lo que tan bien sabe interpretar. Wolfe, que no lo olvidemos, era un caballero elegante que pasó gran parte de su vida en Nueva York, vistiendo trajes blancos de tres piezas y siendo totalmente lo contrario a ‘los bromistas’ logra captar mejor que el propio Kesey –aunque en defensa de Kesey cabe decir que de tanto LSD se olvidó de la escritura como forma de expresión– la locura de ese momento. Y aquí viene lo importante, quizá sin haberla vivido. Ya que muchas de las experiencias que están reflejadas en Ponche de ácido lisérgico son recogidas en entrevistas con gente que si estuvo allí. Hay una en concreto que me gustaría rescatar. Hay que tenerle mucho apego a la realidad para coger una declaración de una chica que acaba de probar el LSD en una de las “Pruebas del ácido” que hacían los Alegres Bromistas de Kesey en grandes espacios abiertos para que todo el mundo se colocara.

Un poco como en aquella canción de Bob Dylan (Rainy Woman #12) en la que decía «everybody must get stoned» (todo el mundo debe colocarse) y no es una referencia caprichosa. Es que si hay alguna referencia musical constante en este Ponche de ácido lisérgico es la de Bob Dylan (más allá de los Greatful Dead, a la postre personajes secundarios de la historia):

[…] y de repente me empecé a reír… y a reír…, con la risa más primitiva, más desgarradora de las entrañas de todas las risas que yo había conocido hasta entonces. Venía de muy dentro, de un lugar mucho más hondo de lo que había podido sentir en toda mi vida… y continuaba… y era incontrolable y maravillosa. Algo me hizo volver en mi y caí en la cuenta de que no había nada gracioso en aquello, de que no había nada de qué reírse. ¿De qué me había estado, pues, riendo?

Miré a mi alrededor y vi que las caras de la gente estaban distorsionadas…, las luces centelleaban por todas partes. En la pantalla (unas sábanas), al fondo del recinto, se proyectaban tres o cuatro películas a un tiempo, y las luces del estroboscopio centelleaban más vertiginosamente que antes, y el grupo, los Greatful Dead, tocaba… pero yo no podía oír la música…, la gente bailaba…, alguien se acercó a mi y yo cerré los ojos, y quien se acercó a mi proyectó imágenes en la parte interior de mis párpados (creo que sucedió realmente…, pregunté y me dijeron que tal máquina existía) y […]

Ya no tenía miedo, y empecé a mirar a mi alrededor. La escena que acabo de narrar tuvo lugar en el recinto más pequeño, iluminado tan solo por una luz negra, que hace que a gente adquiera una gran belleza de color y de textura. Vi unas diez personas sentadas justo debajo de la luz negra (tras la que había una sábana blanca que se veía de un luminiscente azul lavanda) […] Me quedé bajo aquella luz, y me cayeron en el pie y en la sandalia unas gotas de pintura, y fue algo exquisito… Volví a aquella luz varias veces. Era algo apacible y bello, algo que no puede describirse… Mi piel, bajo aquella luz, tenía profundidad y textura… era aterciopelada y purpúrea.

Bien. En estos fragmentos en que asistimos a cómo se unen las dos características claves del estilo de Wolfe: la investigación periodística (ya que la chica existió de verdad, y de hecho la menciona en los agradecimientos de la obra) y la escritura vigorosa y multiperspectiva que le permite encarar la realidad desde cualquier punto de vista. En este caso desde el de Clair Brush.

Tom Wolfe, maestro del nuevo periodismo

Pero estos son ejercicios correspondientes al nuevo periodismo, y Tom Wolfe era mucho más que eso. En los fragmentos más locos de esta novela de no ficción llega a mimetizarse tanto con los cerebros adulterados para siempre de Kesey y los demás bromistas que el lector tiene una de las experiencias más auténticas que se puede tener leyendo un libro. El lenguaje de Wolfe –aprovecho para recomendar también su libro de ensayos sobre el lenguaje, titulado El reino del lenguaje– consigue sacudirse las restricciones del papel y de una vida de educación para entender el lenguaje escrito como algo estático y hace que el lenguaje sirva de pasaporte para entrar en la mente de los personajes. He aquí otro hallazgo de Wolfe, estos personajes no han sido creados por él, no entra en sus mentes porque las ha concebido. Kesey, Montañesa, Babbs… existieron. Y su locura también. Por ejemplo cuando fueron perseguidos en «el Juego de Policías y Ladrones»:

Kesey se refugia en la casa de su viejo amigo ________; en Palo Alto. Se encuentra en un extraño estado mental. Ahora está en la película de los polis, en el Juego de Policías y Ladrones, y a la larga los polis acabarán ganando, porque se trata de su película…

¡Te cacé! A menos que haga suya la película, lo cual supondría una audacia extrema y un riesgo extremo. Aquí me tenéis muchachos… En el juego de policías y ladrones te arrastras y te escondes en un estado de continua taquicardia, y ellos disfrutan imaginándose en tu miseria de reptil… así que… […]

Si a alguien se le ocurre hacer sonar algo un poco más extraño que un transistor en un jardín de Palo Alto, se arriesgará de ser tachado de jodido insurrecto…, así que para qué hablar de un musculoso Hombre Montaña con camisa de ante tocando una delirante flauta. Luego por la noche, un par de chupadas de porro aquí, un par de chupadas de porro allá, eso ayuda, mi comandante…, Kesey y algún que otro bromista más se ponen a charlar, a desvariar tranquilamente parloteando

tamborileándose la corteza

ra-ta-tánnnn

ra-ca-ta-plán

insensateces, gimoteos, aullidos

chillón aguzamiento, chirriante glosolalia

¡encrespados gritones! ¡macrocospias!

¡roturas de tímpanos! ¡A LA MIERDA LOS POLIS!

hasta las dos de la madrugada la casa reverbera con rasgueos de Cutre-guitarras, gritos lunáticos, cintas y ululan euforia de hierba cauces de despertar de su dulce túnel del sueño a los vecinos de Palo alto para los quince próximos años […]

Podríamos citar hasta la saciedad a Tom Wolfe en esta obra tan maravillosa. Ya pueden ver que una vez hemos empezado a dar muestras diferentes de su estilo: reproducción de entrevistas, juegos en cuanto a la forma, cambios en la puntuación, contar con el lector para hacerle salir por otro lado del esperado… podríamos hacer varias partes de este acercamiento a Ponche de ácido lisérgico y al estilo de Wolfe.

Este libro fue publicado por primera vez en 1968, justo antes de Woodstock, es decir, que Wolfe previó esa gran ola de la que nos hablaba Thompson al principio y se sentó a verla desde donde pudiera verla romper, pero tenía prisa, y era inteligente, así que fue a buscar a las primeras gotas de agua de aquella ola: Kesey y sus Alegres Bromistas, para adelantarse a todos y ofrecer un testimonio verdadero de lo que estaba siendo todo aquello. De la caída y el fracaso de aquellos que se creían invencibles y con la victoria moral debajo del brazo.

Para lograrlo recurrió a una forma de escribir –que es siempre o mostrar o ocultar– con la que mostraba el mundo de forma clarividente. Buscó y encontró los restos del naufragio, siguió las huellas que habían dejado en la arena y se entrevistó con los supervivientes, y recordó cuando llegó a estar montado en el barco, mucho antes de que la ola empezara a coger fuerza. Y decidió contárnoslo como lo que fue: una aventura. Porque, tal y como decíamos al principio, hay pocas clases de historias, muchas, de hecho, son aventuras. Importa cómo las contamos.

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