‘Rayuela’ de Julio Cortázar
Rayuela de Julio Cortázar es una novela escrita en París, en donde se decidió radicar el escritor desde 1951, y publicada en 1963. La novela fue parte de lo que se conoció como el «Boom» latinoamericano, fenómeno cultural que, a la par de la Revolución Cubana, refiere a la gran e inédita venta de literatura latinoamericana en editoriales europeas. En ese sentido, Rayuela es una forma de habitar espacios nuevos, de ganar terrenos aunque siempre para cuestionarlos. La novela o la «contranovela», tal como la llamó su propio autor, abre, en un momento puntual de la historia y de la literatura argentina, una nueva forma de construir y de percibir no solo lo literario, sino el devenir humano en cuerpos y mundos múltiples.
Reglas de juego
Lo que me gusta de Rayuela es el círculo, el no fin y la pérdida. Siempre que intento hablar sobre ella recuerdo que hay tantas formas de abordarla como de leerla. Cada palabra de la novela instala un universo de posibilidades y a la vez, nos muestra algo del propio: la crudeza de lo cotidiano se hace presente incluso en ese mundo parisino que a simple vista parece excéntrico, para unos pocos; espacio en donde habita el deseo, el placer, los excesos, el arte y el sexo, pero que no tarda en volverse fantasmagórico y extremadamente vulnerable.
La novela nos revela algo del ser humano y a la vez, da rienda suelta a todo el existencialismo posible hasta volver a la realidad como algo hueco, vacío y desechable. Hablar de Rayuela como un tratado de humanidad a partir de lo fundamental que resulta para su trama los vínculos que se entablan entre sus personajes, tan distintos como cercanos entre sí, y/o en la extensa narración que supone el acontecer de toda una vida: es un error. Existe algo, más allá, que todo el tiempo el texto intenta cuestionar y responder, al mismo tiempo que socavar, destruir y volver a cero.
En principio, Rayuela propone una lectura a elección; tal vez uno de los primeros y más importantes gestos vanguardistas del texto sea ese: que el lector, esa categoría pasiva y externa, se vuelva parte de la construcción literaria al optar por el modo de leer que prefiera. Pero no solo se rompe con la idea de novela que hasta ese momento se consideraba posible; sino también, con la idea misma de literatura. Si bien, en una o en la/s otra/s lectura/s se completa, se problematiza o simplemente se abre otra posibilidad narrativa; también, hay sentencias que desarticulan la lectura y la vuelven infinita. Frente al «lector hembra», categoría planteada en el capítulo 79, descomprometido y solo interesado en el final de la historia; se propone un «lector cómplice»: aquel que se vuelve copartícipe de la historia y la profundiza de forma activa. Rayuela, sin dudas, necesita de estos últimos lectores. Cortázar tiempo después, en una entrevista, pidió disculpas por la misoginia que implica el primer tipo de lector, por el que fue ampliamente criticado.
La contranovela, estructuralmente se divide en «Del lado de allá» que corresponde a los capítulos desde el 1 al 36 y se contextualiza en París. La trama principal involucra el amorío turbulento entre Horacio Oliveira, intelectual argentino en permanente búsqueda, y Lucía, la Maga, mujer uruguaya a quien se la describe, desde la perspectiva de Oliveira, como ignorante con respecto al mundo del arte y de la cultura en general, emocional y perceptiva. Gran parte de la narración en este lado, se relaciona con el Club de la Serpiente; nombre que hace referencia a los encuentros, de los que forman parte los protagonistas, en donde se divaga sobre cuestiones vinculadas al arte. El punto de quiebre de este plano ocurre tras la muerte de Rocamadour, hijo de Lucía y la desaparición de ella.
«Del lado de acá» corresponde a los capítulos desde el 37 al 56 y se contextualiza en Buenos Aires. Oliveira se reencuentra con su amigo Manolo Traveler, quien está casado con Talita. El protagonista convive con Gekrepten, una ex pareja. Luego de sortear distintos modos de sobrevivir, accede a trabajar junto con sus amigos: primero, en un circo y, luego, en un manicomio. El final depende de la forma que elija el lector de leer la novela. Horacio percibe la realidad, en una u otra lectura, de forma confusa y distinta al resto de los personajes.
«De otros lados (Capítulos prescindibles)» corresponde a los capítulos desde el 57 al 155. Es el salto de un mundo al otro, lo que justamente permite un cruce que desarticula lo argumental pero, también, el concepto y el hecho literario: palimpsesto, crisol de géneros, rejunte, confusión. Esta sección que justamente se construye como marginal es en donde está gran parte de la riqueza de la contranovela; no sólo porque permite interpretar partes inconclusas sino porque abre otros paradigmas. En esta sección, por ejemplo, cobra más protagonismo, Morelli, un escritor vanguardista al que refieren en el círculo parisino y que se ha analizado como un álter ego del propio Cortázar.
Sin embargo, Rayuela puede leerse puramente desde una experimentación con el lenguaje a partir de los procedimientos empleados por el escritor: considerado argentino aunque nació «accidentalmente» en Bruselas y vivió gran parte de su vida en París pero escribió en un castellano bien rioplatense, aunque ha vuelto pocas y esporádicas veces a Buenos Aires; atendiendo a los usos específicos del código, desde el artificio como, por ejemplo, en el capítulo 34, en donde se intercala la narración con una novela de Pérez Galdós, o con el glíglico, lenguaje inventado y compartido entre Horacio y la Maga, como puede verse en el capítulo 68; puede leerse en clave artística y rastrearse absolutamente cada referencia a ese ámbito; puede leerse desde lo paratextual: todas las citas que rodean al texto antes de que este inicie y los usos de los distintos géneros; puede leerse en relación a la construcción escritor/lector; puede leerse en clave autorreferencial; puede leerse…
Rayuela, puede leerse, además, seguramente con esas y otras reglas. Este juego con código infinito presenta un desorden material; el vínculo con el libro ya no es el mismo: llegamos hacia un capítulo y volvemos hacia atrás o vamos hacia adelante para volver a otro lugar que no es el esperado. De cualquier forma, Rayuela es, sin embargo, hija de su época. Nace en medio de un mundo bombardeado, roto, mutilado; un mundo caótico que aún sin nacer, ya parecía muerto. La contranovela, expresa, por un lado, en su espíritu vanguardista, ese sin sentido del mundo posmoderno; pero también, por el otro, da esperanza. Presenta ese momento incierto en donde todo se vuelve posible de ser nuevo, donde todo está por hacerse. Si lo que antecede al cosmos siempre es el desorden; parece obvio, decir, al fin, llegar a la conclusión, entonces, que lo que me interesa de Rayuela es el caos que trasgrede y convierte en origen. La literatura no es la misma después de ella, como no lo es después del «boom», como tampoco lo es el mundo, ni el ser humano después de los años 60.
Otra de las formas de leer y escribir sobre Rayuela y, tal vez, la más concreta para comenzar su propio e infinito juego es pensar en tres pares significativos, distintos y similares a la vez, que son centrales en cualquiera de las formas que elijamos para leerla: la Maga y Talita; Horacio Oliveira y Traveler; y París y Buenos Aires.
Insista en deconstruir la idea de amor: la Maga y Talita
Si bien, hoy en día hay un fuerte movimiento feminista que procura desarticular los estigmas del mundo patriarcal, Lucía, la Maga, sigue siendo un estereotipo femenino que se multiplica en las telenovelas, publicidades o incluso que se retoma como nombre de usuario en redes sociales, entre otros; más allá de la crítica actual hacia lo que implica ser la Maga, ella sigue cobrando vida.
De cualquier forma, no pretendo hacer una lectura anacrónica que intente reducir a Cortázar a un escritor misógino que no debe leerse más. Muy por el contario, pensar a la Maga nos hace entender la idea de amor y de mujer que construían en aquella época pero que también vemos hoy, al mismo tiempo que le damos batalla. En esa línea, sí podemos pensar que en toda esta cuestión cuasi fantasmagórica que plantea el mismo nombre de «la Maga», aparece la idea de lo efímero, es decir: no hay nada peor que ser la Maga, porque ella ante todo existe a partir de la negación de sí que habita en la propia construcción de su personaje. En la siguiente cita del capítulo 21 hay una animalización que justamente la ubica dentro del orden patriarcal: etérea, no pensante, mágica, casi no humana. ¿Alguna mujer aún hoy querrá ser la Maga?:
¿Pero no hemos vivido así todo el tiempo, lacerándonos dulcemente? No, no hemos vivido así, ella hubiera querido pero una vez más yo volví a sentar el falso orden que disimula el caos, a fingir que me entregaba a una vida profunda de la que sólo tocaba el agua terrible con la punta del pie. Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impulso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. Y no lo sabe, igualita a la golondrina. No necesita saber como yo, puede vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga. Ese desorden que es su orden misterioso, esa bohemia del cuerpo y el alma que le abre de par en par las verdaderas puertas. Su vida no es desorden más que para mí, enterrado en prejuicios que desprecio y respeto al mismo tiempo. Yo, condenado a ser absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo. Ah, dejame entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos.
Inútil. Condenado a ser absuelto. Vuélvase a casa y lea a Spinoza. La Maga no sabe quién es Spinoza. La Maga lee interminables novelas de rusos y alemanes y Pérez Galdós y las olvida en seguida.
Incluso, en esa construcción de la mujer hay un vínculo estrecho con la idea del amor romántico que naturaliza el destrato, en este caso, hacia Lucía; pero también, como vemos en el capítulo 20, el sufrimiento se muestra como parte natural de lo amoroso, como un «juego de chicos» desde la perspectiva de Oliveira:
En el rellano gritaba la del tercer piso, borracha como siempre a esa hora. Oliveira miró vagamente hacia la puerta, pero la Maga lo apretó contra ella, se fue resbalando hasta ceñirle las rodillas, temblando y llorando.
—¿Por qué te afligís así? —dijo Oliveira—. Los ríos metafísicos pasan por cualquier lado, no hay que ir muy lejos a encontrarlos. Mirá, nadie se habrá ahogado con tanto derecho como yo, monona. Te prometo una cosa: acordarme de vos a último momento para que sea todavía más amargo. Un verdadero folletín, con tapa en tres colores.
—No te vayas —murmuró la Maga, apretándole las piernas.
—Una vuelta por ahí, nomás.
—No, no te vayas.
—Dejame. Sabés muy bien que voy a volver, por lo menos esta noche.
—Vamos juntos —dijo la Maga—. Ves, Rocamadour duerme, va a estar tranquilo hasta la hora del biberón. Tenemos dos horas, vamos al café del barrio árabe, ese cafecito triste donde se está tan bien.
Pero Oliveira quería salir solo. Empezó a librar poco a poco las piernas del abrazo de la Maga. Le acariciaba el pelo, le pasó los dedos por el collar, la besó en la nuca, detrás de la oreja, oyéndola llorar con todo el pelo colgándole en la cara. «Chantajes no», pensaba. «Lloremos cara a cara, pero no ese hipo barato que se aprende en el cine». Le levantó la cara, la obligó a mirarlo.
—El canalla soy yo —dijo Oliveira—. Dejame pagar a mí. Llorá por tu hijo, que a lo mejor se muere, pero no malgastes las lágrimas conmigo. Madre mía, desde los tiempos de Zola no se veía una escena semejante. Dejame salir, por favor.
—¿Por qué? —dijo la Maga, sin moverse del suelo, mirándolo como un perro.
—¿Por qué qué?
—¿Por qué?
—Ah, vos querés decir por qué todo esto. Andá a saber, yo creo que ni vos ni yo tenemos demasiado la culpa. No somos adultos, Lucía. Es un mérito pero se paga caro. Los chicos se tiran siempre de los pelos después de haber jugado. Debe ser algo así. Habría que pensarlo.
Lo onírico en la Maga se cuestiona a partir de la construcción de Talita quien sabe o descubre que el mismo Horacio y todo lo que el produzca es parte de una ilusión que lo atrapa a el mismo y que deja al descubierto sus puntos débiles. En el capítulo 54, en la morgue del manicomio, Horacio echa luz el doppelgänger, que opera en toda la novela, confundiendo a Talita con la Maga. Pero además, se pone de manifiesto el absurdo: ¿quiénes son los desquiciados? ¿Quiénes, los muertos? ¿Cuál es el espacio-tiempo de lo real? La escena de la confusión pone de manifiesto de forma surrealista, el plano del más allá. Trae al Buenos Aires del trabajo absurdo, escenas tétricas del mundo parisino; cielo y tierra se confunden, se fusionan, se cuestionan de forma tal que resulta imposible definirlos y circunscribirlos como espacios puros. En el capítulo 55, la Maga, le cuenta lo ocurrido a su marido:
—Horacio vio a la Maga esta noche —dijo Talita, como dormida—. La vio en el patio, hace dos horas, cuando vos estabas de guardia.
—Ah —dijo Traveler, tendiéndose de espaldas y buscando los cigarrillos sistema Braille—. Habría que meterlo entre los beatos guardadores de colecciones.
—La Maga era yo —dijo Talita, apretándose más contra Traveler—. No sé si te das cuenta.
—Más bien sí.
—Alguna vez tenía que ocurrir. Lo que me asombra es que se haya quedado tan sorprendido por la confusión.
—Oh, vos sabés, Horacio arma los líos y después los mira con el mismo aire de los cachorros cuando han hecho caca y se quedan contemplándola estupefactos.
—Yo creo que empezó el mismo día en que lo fuimos a buscar al puerto —dijo Talita—. No se puede explicar, porque ni siquiera me miró y entre los dos me echaron como a un perro, con el gato abajo del brazo. Traveler masculló algo ininteligible.
—Me confundió con la Maga —insistió Talita.
Traveler la oía hablar, aludir como todas las mujeres a la fatalidad, a la inevitable concatenación de las cosas, y hubiera preferido que se callara pero Talita se resistía afiebradamente, se apretaba contra él y se empecinaba en contar, en contarse y, naturalmente, en contarle. Traveler se dejó llevar
—Primero vino el viejo con la paloma, y entonces bajamos al sótano. Horacio hablaba todo el tiempo del descenso, de esos huecos que lo preocupan. Estaba desesperado, Manú, daba miedo ver lo tranquilo que parecía, y entre tanto… Bajamos en el montacargas, y él fue a cerrar una de las heladeras, era tan horrible.
—De manera que bajaste —dijo Traveler—. Está bueno.
—Era diferente —dijo Talita—. No era como bajar. Hablábamos, pero yo sentía como si Horacio estuviera desde otra parte, hablándole a otra, a una mujer ahogada, por ejemplo. Ahora se me ocurre eso, pero él todavía no había dicho que la Maga se había ahogado en el río.
—No se ahogó en lo más mínimo —dijo Traveler—. Me consta, aunque admito que no tengo la menor idea. Basta conocerlo a Horacio.
El hecho de que Talita tenga clara la escena de confusión corta el episodio de paranoia y se lo muestra como una especie de delirio; pero además, es una forma de manifestar la presencia del mundo de allá en el de acá; de los personajes y vínculos de París como parte ineludible de Buenos Aires.
Todos los hombres el hombre: Horacio y Traveler
Traveler es, a veces, con quién Horacio discute; a quién, por momentos, detesta; pero, a su vez, a quién desea: quiere a su mujer y quisiera por momentos ser él. Es decir, detrás de este gran protagonista no está otra cosa que el ego por saberse bohemio, su soledad y sus miserias. Podríamos pensar a Oliveira como un gran narcisista: no hay amor para dar. Solo espanto. Las discusiones con su amigo son, en muchos casos, competencias. Horacio quiere proyectarle su propio fracaso.
En el capítulo 37 se cuenta que Traveler solo viajó a Montevideo y a Asunción del Paraguay, se lo describe como un hombre de acción, rutinario y sedentario. Estos elementos lo oponen de forma total con él; pero a la vez, los emparentan. La falencia amorosa y la necesidad de orden de Oliveira lo llevan a Buenos Aires. De la misma forma que hacia su viejo amigo y su mujer:
Traveler se quedaba solo en la oficina y se preguntaba cómo serían los atardeceres en Connecticut. Para consolarse pasaba revista a las cosas buenas de su vida. Por ejemplo, una de las buenas cosas de su vida había sido entrar una mañana de 1940 en el despacho de su jefe, en Impuestos Internos, con un vaso de agua en la mano. Había salido cesante, mientras el jefe se absorbía el agua de la cara con un papel secante. Ésa había sido una de las buenas cosas de su vida, porque justamente ese mes iban a ascenderlo, así como casarse con Talita había sido otra buena cosa (aunque los dos sostuvieran lo contrario) puesto que Talita estaba condenada por su diploma de farmacéutica a envejecer sin apelación en el esparadrapo, y Traveler se había apersonado a comprar unos supositorios contra la bronquitis, y de la explicación que había solicitado a Talita el amor había soltado sus espumas como el shampoo bajo la ducha. Incluso Traveler sostenía que se había enamorado de Talita exactamente en el momento en que ella, bajando los ojos, trataba de explicarle por qué el supositorio era más activo después y no antes de una buena evacuación del vientre.
Esta cita pone en evidencia el carácter contrapuesto entre un personaje y el otro pero, también y dado la confusión entre la Maga y Talita, puede pensarse como una proyección más acá, más real, más concreta o más porteña del protagonista y sus deseos. Así es como en el capítulo 3 vemos parte de la forma de ser de Horacio Oliveira:
Por eso Oliveira tendía a admitir que su grupo sanguíneo, el hecho de haber pasado la infancia rodeado de tíos majestuosos, unos amores contrariados en la adolescencia y una facilidad para la astenia podían ser factores de primer orden en su cosmovisión. Era clase media, era porteño, era colegio nacional, y esas cosas no se arreglan así nomás. Lo malo estaba en que a fuerza de temer la excesiva localización de los puntos de vista, había terminado por pesar y hasta aceptar demasiado el sí y el no de todo, a mirar desde el fiel los platillos de la balanza. En París todo le era Buenos Aires y viceversa; en lo más ahincado del amor padecía y acataba la pérdida y el olvido. Actitud perniciosamente cómoda y hasta fácil a poco que se volviera un reflejo y una técnica; la lucidez terrible del paralítico, la ceguera del atleta perfectamente estúpido. Se empieza a andar por la vida con el paso pachorriento del filósofo y del clochard, reduciendo cada vez más los gestos vitales al mero instinto de conservación, al ejercicio de una conciencia más atenta a no dejarse engañar que a aprehender la verdad. Quietismo laico, ataraxia moderada, atenta desatención. Lo importante para Oliveira era asistir sin desmayo al espectáculo de esa parcelación Túpac Amaru, no incurrir en el pobre egocentrismo (criollicentrismo, suburcentrismo, cultucentrismo, folklocentrismo) que cotidianamente se proclamaba en torno a él bajo todas las formas posibles. A los diez años, una tarde de tíos y pontificantes homilías histórico-políticas a la sombra de unos paraísos, había manifestado tímidamente su primera reacción contra el tan hispanoitaloargentino «¡Se lo digo yo!», acompañado de un puñetazo rotundo que debía servir de ratificación iracunda. Glielo dico io! ¡Se lo digo yo, carajo! Ese yo, había alcanzado a pensar Oliveira, ¿qué valor probatorio ¡tenía? El yo de los grandes, ¿qué omnisciencia conjugaba? A los quince años se había enterado del «sólo sé que no sé nada»; la cicuta concomitante le había parecido inevitable, no se desafía a la gente en esa forma, se lo digo yo. Más tarde le hizo gracia comprobar cómo en las formas superiores de cultura el peso de las autoridades y las influencias, la confianza que dan las buenas lecturas y la inteligencia, producían también su «se lo digo yo» finamente disimulado, incluso para el que lo profería: ahora se sucedían los «siempre he creído», «si de algo estoy seguro», «es evidente que», casi nunca compensado por una apreciación desapasionada del punto de vista opuesto. Como si la especie velara en el individuo para no dejarlo avanzar demasiado por el camino de la tolerancia, la duda inteligente, el vaivén sentimental. En un punto dado nacía el callo, la esclerosis, la definición: o negro o blanco, radical o conservador, homosexual o heterosexual, figurativo o abstracto, San Lorenzo o Boca Juniors, carne o verduras, los negocios o la poesía. Y estaba bien, porque la especie no podía fiarse de tipos como Oliveira.
Cielo y Tierra: París y Buenos Aires
París y Buenos Aires condensan los rasgos de toda la novela, son sus grandes personajes. En Buenos Aires está la tensión, lo ridículo, la yerba, lo cotidiano a raya, el asfalto, el «che». En París, la bohemia, las drogas, el jazz, el arte, el sexo. París existe como causa y consecuencia de Buenos Aires y viceversa, ambas ciudades son las proyecciones del devenir de la vida de Horacio Oliveira y es él quien las conecta y vincula en un ir y venir, a veces, confuso.
Cortázar nació en Bruselas «de casualidad», vivió y murió en París pero, sin dudas, es un escritor argentino; aunque siempre fue un argentino en París, uno que decidió volver poco y nada a la Argentina, un patriota extranjero que está, un poco, en ningún lado. Su literatura y en especial Rayuela podrían leerse en clave migratoria.
Cierto es que los sitios no siempre pueden volverse hogar para todos; en ese sentido, Cortázar, que retoma el francés y otras lenguas, las usa, y hasta las provoca, nunca dejó de escribir en un castellano bien rioplatense. Algunos, no pueden definirse por los límites geográficos e ideológicos que propone un Estado y una nación. Frente a esto, Cortázar inventó, por necesidad y como forma vida, un «no lugar», como postula Augé, como forma de vida: una marginalidad que consagra a lo indefinido como parte de lo real.
Rayuela podría extenderse en un tratado sobre el significado del lenguaje y el territorio desde una mirada cortazariana del mundo; pero, también, es un ensayo sobre la humanidad en función de ese «no lugar».
Si bien, el argumento de la novela no se centra en una descripción de la capital, una de las mejores representaciones cortazarianas del espacio y del habitar porteño es la que propone Rayuela: el estrés, el matecito, el esfuerzo, lo forzado, el hastío, la puteada, la queja, el calor, la quietud. Incluso el encuentro y la forma de vinculares con los afectos, que parecen a simple vista universales del cotidiano humano, son maneras de transitar el mundo que muchos porteños podrían decodificar rápidamente como parte de su idiosincrasia.
Rayuela comprende, lógicamente, muchas historias, pero una de las más bellas es pensar en París/Bs As como disparador de todo lo otro. En general Bs. As. siempre respondió, en la narrativa cortazariana, al mundo de la censura, ya sea ideológica y/o intelectual; al mundo de la monogamia forzada, al mundo de la obligación y del no disfrute. En cambio, París fue el punto de fuga frente a ello, en donde el placer explotaba de forma sideral. Para entender aún más esta contraposición, es interesante, aunque no necesario, revisar el contexto de producción de Bestiario en donde el autor se autoexilia a la capital francesa. Pensar, sin embargo, en la dicotomía obligación y deseo posee una mirada simplista como lo posee pensar a los personajes como contracaras. En verdad, hay una fusión entre el allá y en el acá y viceversa. La obra cortazariana entendida como una especie de pasaje entre lo que es y lo que puede ser, entre lo que se percibe y/o desea y la cruda realidad, se condensa y a la vez se expande en Rayuela. Así es como, en el capítulo 28, la idea de lo espeluznante tras la muerte del hijo de la Maga, irrumpe ese París hedonista:
—La pintura es un género como tantos otros —dijo Oliveira—. No hay que protegerla demasiado en cuanto género. Por lo demás, por cada Rembrandt hay cien pintores a secas, de modo que la pintura está perfectamente a salvo.
—Por suerte —dijo Etienne.
—Por suerte —aceptó Oliveira—. Por suerte todo va muy bien en el mejor de los mundos posibles. Encendé la luz grande, Babs, es la llave que tenés detrás de tu silla.
—Dónde habrá una cuchara limpia — dijo la Maga, levantándose.
Con un esfuerzo que le pareció repugnante, Oliveira se contuvo para no mirar hacia el fondo del cuarto. La Maga se frotaba los ojos encandilada y Babs, Ossip y los otros miraban disimuladamente, volvían la cabeza y miraban otra vez. Babs había iniciado el gesto de tomar a la Maga por un brazo, pero algo en la cara de Ronald la detuvo. Lentamente Etienne se enderezó, estirándose los pantalones todavía húmedos. Ossip se desencajaba del sillón, hablaba de encontrar su impermeable. «Ahora deberían golpear en el techo», pensó Oliveira cerrando los ojos. «Varios golpes seguidos, y después otros tres, solemnes. Pero todo es al revés, en lugar de apagar las luces las encendemos, el escenario está de este lado, no hay remedio.» Se levantó a su vez, sintiendo los huesos, la caminata de todo el día, las cosas de todo ese día. La Maga había encontrado la cuchara sobre la repisa de la chimenea, detrás de una pila de discos y de libros. Empezó a limpiarla con el borde del vestido, la escudriñó bajo la lámpara. «Ahora va a echar el remedio en la cuchara, y después perderá la mitad hasta llegar al borde de la cama», se dijo Oliveira apoyándose en la pared. Todos estaban tan callados que la Maga los miró como extrañada, pero le daba trabajo destapar el frasco, Babs quería ayudarla, sostenerle la cuchara, y a la vez tenía la cara crispada como si lo que la Maga estaba haciendo fuese un horror indecible, hasta que la Maga volcó el líquido en la cuchara y puso de cualquier manera el frasco en el borde de la mesa donde apenas cabía entre los cuadernos y los papeles, y sosteniendo la cuchara como Blondin la pértiga, como un ángel al santo que se cae a un precipicio, empezó a caminar arrastrando las zapatillas y se fue acercando a la cama, flanqueada por Babs que hacía muecas y se contenía para mirar y no mirar y después mirar a Ronald y a los otros que se acercaban a su espalda, Oliveira cerrando la marcha con el cigarrillo apagado en la boca.
—Siempre se me derrama la mi… —dijo la Maga, deteniéndose al lado de la cama.
—Lucía —dijo Babs, acercando las dos manos a sus hombros, pero sin tocarla.
El líquido cayó sobre el cobertor, y la cuchara encima. La Maga gritó y se volcó sobre la cama, de boca y después de costado, con la cara y las manos pegadas a un muñeco indiferente y ceniciento que temblaba y se sacudía sin convicción, inútilmente maltratado y acariciado.
Cortázar cuenta que Rayuela fue escrita en distintos papelitos, en diferentes bares a lo largo de más una década en París. También cuenta que perdía noción del espacio tiempo mientras lo hacía y que comienza a escribir la novela por el capítulo 41. Justamente allí hay una metáfora que sirve para plantear varios de los aspectos trabajados: el amor entendido como competencia y desequilibrio teniendo en cuenta que es Talita, deseada por ambos, quien debe salirse de un plano para ingresar al otro; el tablón como un conector entre el lado de acá y de allá; y la yerba, como excusa, que nos ancla de forma total en Argentina, trae consigo lo burdo y cotidiano en una problemática metafísica. Cuando Horacio se aburre, literalmente, de enderezar clavos entonces surgen las líneas de fuga que permiten vivir lo surreal en lo ordinario:
—¿Por qué te balanceás así? —dijo Traveler, sujetando su tablón con las dos manos—. Che, lo estás haciendo vibrar demasiado. A ver si nos vamos todos al diablo.
—No me muevo —dijo miserablemente Talita—. Yo solamente quisiera tirarle el paquete y entrar otra vez en casa.
—Te está dando todo el sol en la cabeza, pobre —dijo Traveler—. Realmente es una barbaridad, che.
—La culpa es tuya —dijo Oliveira rabioso—. No hay nadie en la Argentina capaz de armar quilombos como vos.
—La tenés conmigo —dijo Traveler objetivamente—. Apurate, Talita. Rajale el paquete por la cara y que nos deje de joder de una buena vez.
—Es un poco tarde —dijo Talita—. Ya no estoy tan segura de embocar la ventana.
—Te lo dije —murmuró Oliveira que murmuraba muy poco y sólo cuando estaba al borde de alguna barbaridad—. Ahí viene Gekrepten llena de paquetes. Éramos pocos y parió la abuela.
—Tirale la yerba de cualquier manera —dijo Traveler, impaciente—. Vos no te aflijas si sale desviado.
Talita inclinó la cabeza y el pelo le chorreó por la frente, hasta la boca. Tenía que parpadear continuamente porque el sudor le entraba en los ojos. Sentía la lengua llena de sal y de algo que debían ser chispazos, astros diminutos corriendo y chocando con las encías y el paladar.
—Esperá —dijo Traveler.
—¿Me lo decís a mí? —preguntó Oliveira.
—No. Esperá, Talita. Tenete bien fuerte que te voy a alcanzar un sombrero.
—No te salgas del tablón —pidió Talita—. Me voy a caer a la calle.
—La enciclopedia y la cómoda lo sostienen perfectamente. Vos no te movás, que vuelvo en seguida. Los tablones se inclinaron un poco hacia abajo, y Talita se agarró desesperadamente. Oliveira silbó con todas sus fuerzas como para detener a Traveler, pero ya no había nadie en la ventana.
—Qué animal —dijo Oliveira—. No te muevas, no respires siquiera. Es una cuestión de vida o muerte, creeme.
—Me doy cuenta —dijo Talita, con un hilo de voz—. Siempre ha sido así.
—Y para colmo Gekrepten está subiendo la escalera. Lo que nos va a escorchar, madre mía. No te muevas.
—No me muevo —dijo Talita—. Pero parecería que…
—Sí, pero apenas —dijo Oliveira—. Vos no te movás, es lo único que se puede hacer. «Ya me han juzgado», pensó Talita. «Ahora no tengo más que caerme y ellos seguirán con el circo, con la vida».
—¿Por qué llorás? —dijo Oliveira, interesado.
—Yo no lloro —dijo Talita—. Estoy sudando, solamente.
—Mira —dijo Oliveira resentido—, yo seré muy bruto pero nunca me ha ocurrido confundir las lágrimas con la transpiración. Es completamente distinto.
—Yo no lloro —dijo Talita—. Casi nunca lloro, te juro. Lloran las gentes como Gekrepten, que está subiendo por la escalera llena de paquetes. Yo soy como el ave cisne, que canta cuando se muere —dijo Talita—. Estaba en un disco de Gardel.
Oliveira encendió un cigarrillo. Los tablones se habían equilibrado otra vez. Aspiró satisfecho el humo.
Para Cortázar, Buenos Aires siempre fue una especie de jaula de la que no quería salirse del todo, hay algo de ese Buenos Aires acartonado, burgués, mediocre, absurdo, político, caótico que sin dudas era tan necesario como asfixiante. Frente a eso: París, aunque tampoco es el mejor de los refugios. De alguna forma, la transgresión en lo cotidiano, lo surreal como forma de liberación frente al aburrimiento y todo ello, como exploración del ser se vuelve literatura. Alguna vez Cortázar explicaba en una entrevista que él no podía conformarse con los nombres de las cosas tal cuál le eran dados, que le parecía absurdo que una cosa se llame de tal forma por pura arbitrariedad; también le era inevitable no entender a la realidad como un pasadizo en donde de forma imperceptible se filtran otras realidad. Tal vez, esa dificultad explore Rayuela aportando, claro, más incertidumbre y desasosiego a esto que llamamos ser, a aquello que consideramos y defendemos sin titubear como nuestra identidad en un tiempo y espacio concreto al que nombramos como hogar y patria (como si todos esos conceptos existieran de forma acabada):
Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos. Entonces es mejor pactar como los gatos y los musgos, trabar amistad inmediata con las porteras de roncas voces, con las criaturas pálidas y sufrientes que acechan en las ventanas jugando con una rama seca. Ardiendo así sin tregua, soportando la quemadura central que avanza como la madurez paulatina en el fruto, ser el pulso de una hoguera en esta maraña de piedra interminable, caminar por las noches de nuestra vida con la obediencia de la sangre en su circuito ciego
–Capítulo 73
Fotografía de portada
Composición de tres imágenes, por orden de izquierda a derecha. 1) Julio Florencio Cortázar de niño. 2) Cortázar en el Pont des Arts de París en 1951 fotografíado Antonio Gálvez. 3) La tumba de Julio Cortázar fotografiada en 2004 por Álvaro Gómez Velasco.