‘Viaje al fin de la noche’ de Louis-Ferdinand Céline

En Viaje al fin de la noche Louis-Ferdinand Céline hace que recorramos de su mano el mundo de principios del siglo XX. Un mundo dolorosamente real, alejado del idealismo con el que muchos otros autores nos lo retrataron.

Esta novela semi-autobiográfica nos hace mirar en nosotros mismos y reflexionar sobre todo aquello que tenemos dentro y a lo que no nos atrevemos a poner nombre.

Viajar es útil, hace trabajar la imaginación. El resto no es más que decepción y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario. De ahí su fuerza.

Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginación. Se trata de una novela, nada más que una historia ficticia. Littré, que nunca se engaña, lo dice.

Y además todos pueden hacer lo mismo. Basta con cerrar los ojos.

Ocurre al otro lado de la vida.

Con estas reveladoras y lúcidas palabras comienzan tanto este Viaje al fin de la noche como la maravillosa película de 2013, escrita y dirigida por Paolo Sorrentino llamada La gran belleza. No es de extrañar que el cineasta italiano encontrara inspiración para su obra en las palabras de Céline.

Esta declaración de intenciones con la que se abre la novela sitúa al lector en una situación comprometida. Por un lado le sume a la fuerza en un pacto de ficción diciéndole a la cara que todo aquello que se dispone a leer, este viaje maravilloso que nos llevará por todo el globo terráqueo, es un ejercicio de imaginación del autor. Por otro lado, en cuanto recorremos un par de páginas y nos sumergimos en la lectura nos damos cuenta de que en esta obra hay mucha mas verdad de la que puede imaginarse de una novela.

En estos tiempos en los que el ejercicio novelístico ha perdido parte de su prestigio, en los que se rescatan sentencias de grandes autores como Josep Plá y su «considero que un hombre que después de los 40 años todavía lee novelas es un puro cretino» conviene sacudirse el escepticismo con obras tan interesantes y apasionantes como esta.

A caballo entre la ficción y la realidad, el ejercicio de estilo de Louis-Ferdinand Celine que supuso una revolución en la narrativa occidental en 1932, el año de su publicación, sigue vigente ochenta años después. Es su lenguaje auténtico, locuaz, grosero y kilométrico una declaración de intenciones absoluta que quiere reflejar la confusión a la que nos exponemos desde el primer momento en el que abandonamos la breve seguridad de la infancia y nos encaminamos hacia la noche.

Estamos en un viaje que para el autor es imaginario, pero cabe recordar que la imaginación no existe sin lo real, sin lo concreto, sin un ancla no puede proyectarse. No peca Celine de descuidado ofreciéndonos un recorrido brutal por algunos de los momentos más importantes de su vida tras su aviso de irrealidad inicial.

La novela comienza en plena juventud de nuestro protagonista, Ferdinand Bardamu, justo antes de enrolarse como voluntario en la Primera Guerra Mundial bajo la enseña francesa. Pero no es el amor a la patria lo que hace que Ferdinand se embarque en una aventura como esta.

A lo largo prácticamente de la totalidad de la obra asistimos a una lucha en el interior del personaje en la que se debate entre la comodidad y el riesgo, el deseo de dejarse llevar por la mundanidad y el acercarse a una realidad desconocida, entre la banalidad de la rutina y los penosos quehaceres diarios y el abrigo pequeño pero indudablemente atractivo de los sueños.

El horror de la guerra

Es esta unión entre la realidad y el sueño la que le sirve a Céline para crear un retrato absolutamente atemporal de la condición humana. Es esta la mayor genialidad que el francés consigue trasladar a su obra. Desde el inicio, con la primera gran guerra, consigue hacernos ver todas la guerras del mundo desde entonces y hasta entonces. Fragmentos así lo demuestran:

El día que despachurrasen hasta los ejes a los malditos carricoches, al menos nos dejarían en paz, pensaba, y aunque sólo fuera durante una noche podríamos dormir, una vez siquiera, enteramente, cuerpo y alma.

El avituallamiento era una pesadilla más, un pequeño monstruo puñetero en medio de la guerra. Brutos delante, a los lados y detrás. Los había en todas partes. Condenado a muerte en moratoria, no salíamos de las enormes ganas de dormir. Y además de ellas todo era sufrimiento, el tiempo y los esfuerzos de tragar. Un trozo de riachuelo, un paño de muro que creíamos recordar…Nos guiábamos por los olores para volver a encontrar la granja del escuadrón, transformados en perros de los pueblos abandonados en la noche de guerra. De todos los olores, el que mejor guía es el de la mierda.

Céline nos llena la mirada de desesperación con sus palabras tanto en cuanto a la guerra como a la vida inmediatamente fuera de la misma. El azogue por salir de la realidad que nos asfixia es implacable. Ferdinand lo sabe bien. No más terminaba de recuperarse de las heridas físicas y psíquicas que el hedor de la batalla le había causado, la vida decide que debe vivir una relación con Lola: una peculiar joven norteamericana que admira tanto la guerra y a los veteranos de la misma que cuando nuestro protagonista le confiesa los horrores que vivió mientras combatía se decepciona por entero de él y de lo que representa, acusándole -y así condenándole- de loco y enfermo.

–¡Oh! ¡Eres un cobarde, Ferdinand! ¡Eres repugnante como una rata!…

–Sí, cobarde del todo, Lola; rechazo la guerra y cuanto implica. No la deploro.. No me resigno, yo… No lloriqueo sobre ella, yo… La rechazo sin más, con todos los hombres que contiene; no quiero nada con ellos, con ella. Aunque ellos fueran noventa y cinco millones y yo estuviera solo, ellos son los equivocados. Yo quien tiene razón, porque soy el único que sabe lo que quiere: yo no quiero morir.

–¡Pero es imposible rechazar la guerra Ferdinand! Únicamente los locos y los cobardes rechazan la guerra cuando la patria está en peligro…

–¡Entonces vivan los locos y los cobardes! O mejor: ¡sobrevivan los locos y los cobardes! ¿Te acuerdas, Lola, por ejemplo, de un solo nombre de los soldados que murieron en la Guerra de los Cien Años? ¿Has tratado de conocer a uno solo de esos nombres? ¿A que no? (…)

En cuanto descubrió hasta que punto fanfarroneaba de mi vergonzoso estado, dejó de compadecerme… Me juzgó definitivamente despreciable.

Has leído 1.085 de 3.042 palabras de este artículo

Para seguir leyendo te solicitamos una pequeña contribución con la que nos ayudarás a seguir publicando Clave de Libros

Después de realizar el pago podrás acceder a la versión completa del artículo y recibirás una copia del mismo en tu correo electrónico. Así podrás leerlo siempre que lo desees.

Comentarios

Deja un comentario