‘Una muerte muy dulce’ de Simone de Beauvoir

En 1964 Simone de Beauvoir publica Una muerte muy dulce, libro en el que narra la agonía y muerte de su madre, víctima de un cáncer que nunca llegó a saber que tenía. Los temas de la vejez y la muerte, tan recurrentes en la obra de la autora, se hacen carne también en este libro que despelleja el alma.

Narrar la muerte de la madre. O: el libro sobre la madre. Hay un listado muy largo de textos al respecto. Se me ocurren ahora: Mi madre, de Richard Ford; También esto pasará, de Milena Busquets; Nadar en un mar de muerte, de David Rieff; Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan, Carta a mi madre, de George Simenon… Algunas obras se centran más en la relación madre-hija o madre-hijo; otras, en la narración de la enfermedad; y en el dolor, en las preguntas, en los reproches; y en la muerte; en la vida.

Una muerte muy dulce es una novela desgarradora. Simone de Beauvoir narra allí la agonía de su madre en el hospital hasta el día de la muerte, así como el cansancio suyo y de su hermana (Simone y Poupette, así nombradas en la novela, con las identidades reales).

El libro comienza con una caída de la madre y una fractura de fémur como consecuencia. Este accidente es el que les abre las puertas del hospital, unas puertas que no van a cerrarse sino hasta que por ellas salga la madre muerta, y de cáncer.

Poco antes de las ocho, un furgón negro se detuvo en la calle desierta: antes del amanecer había ido a la clínica a buscar el cuerpo de mamá que habían sacado por una puerta trasera.

Desde el comienzo y hasta el final avanzamos junto a la evolución de la catástrofe: primero, un drama óseo; luego, la noticia (dada solo a las hijas) de que hay un tumor en el intestino; después los dolores, a los que les siguen los delirios, las pesadillas, las alucinaciones, los miedos, el terror, y una mano de hija tratando de calmarlos, y otra hija con su mano menos certera; las complicaciones propias de una internación: las escaras hasta un cuerpo despellejado; las inyecciones, las agujas que no encuentran venas y desparraman líquido que pintarán de morado unos brazos nulos; los gritos; el llanto; la súplica por más morfina; la agonía, y la muerte. Pero muy dulce, claro: después del sufrimiento, solo queda ser muy dulce.

Yo pensaba en todos aquellos que no pueden dirigir ese ruego a nadie: la angustia de sentirse un objeto indefenso, enteramente a merced de médicos indiferentes y enfermeras agotadas. Sin una mano en la frente cuando el dolor los tortura; sin una charla engañosa para colmar el silencio de la nada. […] Me imaginaba a mamá cegada por ese sol tenebroso que nadie puede mirar de frente: el horror de sus ojos desmesuradamente abiertos, con las pupilas dilatadas. Tuvo una muerte muy dulce, una muerte de privilegiada.

Solo en el segundo apartado, la novela ‘sale del hospital’ para contarnos algo de esa madre, Françoise de Beauvoir: sobre su infancia y juventud; sobre su marido ya muerto, el padre de Simone y de Poupette; sobre fracasos y frustraciones; sobre placeres y deseos; sobre la relación con sus hijas:

Después de la muerte de papá, cuando pasó a depender de nosotras, tuvo el mismo escrúpulo: no molestarnos. Se había convertido en nuestra deudora y no le quedaba otro modo de mostrarnos sus sentimientos, en tanto que antaño el cuidado que nos dedicaba justificaba a sus ojos la tiranía.

El cuerpo de la madre: un tabú

No importa en qué época estemos, el cuerpo de la madre es un tabú, es una presencia tan definitiva que tenemos que anularla, y eso es una gran paradoja (estuvimos allí dentro, salimos de su vagina o de su panza, bebimos de sus pezones… pero no querremos verlo desnudo en la adultez). Y es, al tiempo, la posibilidad de un reflejo (que horroriza) para las hijas. La desnudez de la madre es algo sagrado. Y lo curioso, o mejor dicho, lo tristísimo, es que el velo que lo cubre se desgarra con la enfermedad o con la muerte. La escena de hospital es de las más típicas para romper el cristal (opaco) que envolvía a la madre. Enfrentarse con el cuerpo (enfermo) de la madre es como ver el horror, el fin y la muerte (de todas, quizá); es un trauma.

La kinesiterapeuta se acercó a la cama, retiró la sábana y tomó la pierna izquierda de mamá, que con el camisón abierto, exhibía con indiferencia su vientre arrugado, replegado en minúsculas arrugas, y su pubis calvo. «Ya no tengo ningún pudor», dijo con tono de sorpresa. «Tienes razón», le dije. Pero me volví de espaldas y me quedé absorta en la contemplación del jardín. Ver el sexo de mi madre me había producido un shock. Ningún cuerpo existía menos para mí, ni existía más. De niña lo había querido; de adolescente, me había inspirado una inquieta repulsión; es clásico y me parecía normal que hubiera conservado ese doble carácter repugnante y sagrado: un tabú. Sin embargo, me sorprendió la violencia de mi desagrado.

Pero la mímesis, la síntesis: la madre en el cuerpo de la hija, como si al estar evaporándose uno fuera corporizándose en el otro que queda, que todavía queda. Una sola será.

Hablé a Sartre de la boca de mi madre, tal como la había visto aquella mañana, y de todo lo que en ella descifraba: una glotonería reprimida, una humildad casi servil, esperanza, angustia, soledad –la de su muerte, la de su vida– que no quería confesarse. Y mi propia boca, me dijo él, ya no me obedecía: yo había puesto la de mamá en mi rostro y sin quererlo imitaba sus mímicas. Allí se materializaba toda su persona y toda su existencia.

El equipo médico: una élite

En ocasiones, la figura del médico impone respeto. A veces es miedo. Los envuelve un aura, sobre todo cuando se desplazan en equipo, como si dijeran: juntos somos mucho más que todos lo enfermos del mundo. Son autoridad, en alguna medida: dan indicaciones, obligan o exigen, intimidan. Pero también hay un aura protectora. En ellos convive lo científico y lo humano y eso nos vuelve a todos un poco ambivalentes. Como un vizconde demediado en maldad y bondad, el médico se parte en frialdad y calidez. Hay que ver qué parte, cuál mitad, es la que entra cada día a la habitación de hospital; o tal vez esto: cuál sabe ver el paciente cada vez.

Yo sentía simpatía por el doctor P. No se daba aires de importancia, hablaba a mamá como a una persona y contestaba mis preguntas con buena voluntad. Por el contrario, el doctor N. y yo no nos gustábamos. Era elegante, deportivo, dinámico y ebrio de técnica y reanimaba a mamá con entusiasmo: pero para él ella era el objeto de una interesante experiencia y no un ser humano. Le temíamos.

Sí, una cumbre de científicos (aunque sea uno solo al que debemos enfrentarnos) que viene con sus conocimientos universales a depositarlos en un cuerpo, eso sí que es solo uno, aunque la élite pueda pensar que en ciertos aspectos son todos idénticos.

El doctor J., el profesor B., el doctor T.: lavados, planchados, estirados y perfumados, se inclinaban desde lo alto sobre esa anciana mal peinada, un poco huraña; estaban hechos unos señores. Reconocía esa impronta fútil: la de los magistrados de la Corte frente a un acusado cuya cabeza está en juego. […] ¿Y con qué derecho B. me había dicho: «Podrá reemprender su vida normal»? Yo rechazaba sus medidas. Cuando esa élite hablaba por la boca de mi madre me estremecía.

La contradicción es permanente: el equipo médico es el único que puede ser el héroe de la historia, al tiempo que es el mal, son «los malos»:

¿Piensan en una operación? Es casi imposible, la enferma está demasiado débil, me dice el cirujano al salir de la habitación. Se aleja, y una enfermera entrada en años, la señora Gontrand, que lo ha oído, no puede contenerse y me dice: «No deje que la operen.» Luego se tapa la boca con la mano: «¡Si el doctor N. supiera que le he dicho eso! Le he hablado como si se tratara de mi propia madre.» Le pregunto: «¿Qué sucederá si la operan?» Pero no responde; vuelve a encerrarse en sí misma.

Pero la élite inquieta sobre todo en el discurso: es científico, aunque inventa; algo de lo literario, o por lo menos de la ficción, se cuela en el discurso médico. Como si la verosimilitud fuera una categoría como la verdad:

Ella le había preguntado al profesor B.: «Pero, ¿qué dirán a mamá cuando el mal reaparezca en otra parte?» Él le había respondido: «No se inquiete. Ya se nos ocurrirá algo. Siempre se nos ocurre algo que decir. Y el enfermo siempre se lo cree.

Así todo, dejamos todo en sus manos…

Uno se halla inmerso en un engranaje y es impotente ante el diagnóstico de los especialistas, sus previsiones y sus decisiones. El enfermo se ha convertido en propiedad de ellos: ¿quién es capaz de quitárselo? […] ¿me hubiera atrevido a decirle a N.: «Déjela extinguirse»? Es lo que le sugería cuando le pedí: «No la atormente», y me contestó de mala manera, con la altivez de quien está seguro de su deber.

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