‘Lolita’ de Vladimir Nabokov

Lolita es un clásico de la literatura del siglo XX, una obra transgresora para su época que suscitó una gran polémica. ¿Pero no son de una invaluable cualidad estética muchos textos que exhiben la perversión humana?

La belleza y el horror

Lolita no es realmente la historia de Lolita –Dolores Haze, esa niña de doce años de la campiña de Nueva Inglaterra, desenfadada y algo grosera-, sino la historia de Humbert Humbert, de su enfermedad y de su pasión, que al fin y al cabo son la misma cosa: ningún término se aplica mejor que la palabra griega pathos, que abarca semánticamente la emocionalidad, las inclinaciones y el padecimiento, para describir la posesión bajo la cual se encuentra el narrador y protagonista de la historia. Así, desde el principio del libro nos encontramos, sin más preámbulos, con ese amor tortuoso:

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.

Era, Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola en pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.

Muchos han calificado la novela, por sobre cualquier consideración moral, como una historia de amor, y sí que puede parecerlo en determinados momentos, sí que puede llegar a serlo en algunos capítulos, si no se tratara de una historia de abuso. Algo que puede resultar perturbador durante la lectura –además de algunas descripciones que, siempre con un uso maravilloso de la palabra y sin llegar nunca a lo grotesco, rayan en lo explícito-, es el hecho de llegar a comprender a Humbert ocasionalmente, de arder con él, de ser partícipes de su ilusorio mundo en el cual Lolita es su más grande amor, de embriagarnos de una belleza mortífera que va de la mano con la fealdad. Vemos a Lolita a través de sus ojos, con impolutas medias blancas, con un vestido color rosa, con la piel dorada por el sol, y es una operación mágica en la que casi olvidamos la capacidad del arte de trastocar aquello que, en la prosaica realidad, sería horrible.

¿Acaso no son de una invaluable cualidad estética muchos textos que exhiben la perversión humana? Lo condenable y lo grotesco también son vehículos del arte: podríamos citar como ejemplos –escasos en un mar de posibles referencias- Los cantos de Maldoror, de Isidore Ducasse; el sangriento Drácula de Bram Stoker o cualquiera de las torcidas historias de Sade. En Lolita encontramos fragmentos realmente perturbadores pero escritos de forma fascinante. En ocasiones, el narrador de la novela puede exponer los hechos de una forma tan bella que la gracia de las palabras logra colarse en la propia historia. Así, la belleza trasciende la forma y es capaz de transformar el contenido:

Lo usaba esa mañana un bonito vestido estampado que ya le había visto una vez, con falda amplia, talle ajustado, mangas cortas y de color rosa, realzado por un rosa más intenso. Para completar la armonía de colores, se había pintado los labios y llevaba en las manos ahuecadas una hermosa, trivial, edénica manzana roja. Pero no estaba calzada para ir a la iglesia. Y su blanco bolso dominical había quedado olvidado junto al fonógrafo.

El corazón me latió como un tambor en un sueño cuando Lo se sentó, ahuecando la fresca falda, sumergiéndose, a mi lado, en el sofá, y empezó a jugar con la fruta brillante. La arrojó al aire lleno de puntos luminosos, la atrapó y oí el ruido como de ventosa que hizo en su mano. Humbert Humbert arrebató la manzana.

«Dámela», suplicó, mostrando las palmas de mármol. Tendí la deliciosa fruta. Lolita la tomó y la mordió. Mi corazón fue como nieve bajo esa piel carmesí, y con una ligereza de mono, típica de esa nínfula norteamericana, arrancó de mis distraídas manos la revista que yo había abierto (lástima que ninguna película haya registrado el extraño dibujo, la trabazón monográfica de nuestros movimientos simultáneos o sobrepuestos) (…)

El sombrío Humbert

Humbert Humbert es consciente de su propia abyección, reconoce su enfermedad. Durante toda la novela, se refiere a sí mismo en tercera persona, usando ese seudónimo de su invención, que retrata su ridiculez y torpeza, pero que también denota, de alguna manera –tal vez sea la sonoridad, o el hecho de provocar alguna asociación inconsciente-, su mentalidad perturbada, la premeditación retorcida con la que procede. Todo en él es una máscara. Crea de sí mismo una caricatura oscura y patética, reconociéndose en las anotaciones de su diario como “Humbert el Ronco”, “Humbert, la Araña Herida”, “Humbert el Humilde”, “el anteojudo y encorvado Herr Humbert”, “Humbert el canalla” o “Humbert el íncubo”, entre otros.

El apelativo que el protagonista se da a sí mismo recuerda a Humpty Dumpty, personaje de una rima popular inglesa de carácter anónimo, que mediante un juego de palabras plantea una adivinanza para niños. Según la rima, que cuenta con unos pocos versos, Humpty Dumpty -un huevo con forma antropomórfica-, se encuentra sentado sobre un muro, del cual se cae para hacerse pedazos. ¿Tal vez una metáfora de cómo la obsesión de H.H. lo lleva a su propia destrucción?

Más que a través de la tradición popular, el personaje mencionado es conocido por su aparición en obras literarias posteriores, entre ellas A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (1871), de Lewis Carroll: en la novela, sucedánea a Alicia en el País de las Maravillas, Humpty discute con la niña el significado del poema absurdo Jabberwocky, un texto escrito anteriormente por el mismo Carroll, lleno de palabras inventadas que presentan un juego verbal de lógica. Parece no ser tan casual que el autor inglés también haya tenido su Lolita, la pequeña Alice Lidell, quien inspiró su más grande obra, así como bellos poemas que no ocultan una turbada fascinación hacia la pequeña.

Carroll crea un mundo de fantasía para Alice, donde se trastocan las reglas de la realidad. El juego tiene el poder de instaurar órdenes y lógicas alternas, donde es válido aquello que no lo sería en otro contexto. Humbert-Humpty también crea para Lolita una realidad ilusoria: algún sentido para ese viaje sin destino a lo largo de distintos estados, con paradas en posadas, hoteles, restaurantes; una pretendida educación para su amante-hija; revistas, caramelos, fútiles entretenimientos y distracciones.

Hojeando ese libro de viajes destrozado, evoco confusamente ese jardín Magnolia, en un estado sureño, que me costó cuatro dólares y que, según el anuncio del libro, debe visitarse por tres razones: porque John Glasworthy (…) lo aclamó como el jardín más encantador del mundo; porque en 1900 la Guía Baedeker lo señaló con una estrella; y por fin, porque… oh, lector, mi lector, adivínalo… porque las niñas (y por Júpiter, ¿no era mi Lolita una niña?) «caminarán con ojos como estrellas, llenas de reverencia, por ese anticipo del cielo, absorbiendo una belleza que influirá sobre su vida» (…)

Pasamos y repasamos por toda una gama de restaurantes de carretera de los Estados Unidos (…) tarjetas postales «humorísticas» del tipo «Kurort» posterior, fichas de huéspedes empaladas, visiones de helados celestiales, medio pastel de chocolate bajo una campana de vidrio… (…)

Los primeros acercamientos de Humbert a Lolita, desde que éste desposa a la Sra. Haze para estar cerca de la niña y hacer las veces de padrastro, son únicamente trucos y artimañas tras los cuales esconde sus verdaderos deseos.

Por entonces yo estaba en un estado de excitación que lindaba con la locura; pero al propio tiempo tenía la astucia de un loco. Sentado allí, en ese sofá, me las compuse para aproximar a sus cándidos miembros, mediante una serie de movimientos furtivos, mi deseo enmascarado. No era fácil distraer la atención de la niña mientras llevaba a cabo los oscuros ajustes necesarios para que la treta resultara. Hablaba rápido, contenía la respiración, la reanudaba, inventaba un súbito dolor de dientes para explicar lo entrecortado de mi jadeo (…)

Lo monstruoso siempre se encuentra oculto antes de emerger, se gesta en la sombra. Es aquello que tiene la capacidad de crecer y magnificarse, precisamente, porque no es visto, actúa tras una veladura. La dimensión monstruosa de Humbert lo es, en primera instancia, para él mismo, presa de un demonio que creía poder contener y que se alimenta de la oscuridad del secreto. Finalmente, como podría preverse, el monstruo se sale de control y se apodera de su vida, destruyendo también la vida de Dolores.

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